Los meses previos a la refrendación de los acuerdos de La Habana se vivió una verdadera euforia colectiva en Colombia. En la prensa, en televisión, en las redes sociales, en las oficinas, los colegios y las universidades se hablaba casi exclusivamente de lo que ocurriría el 02 de octubre del 2016, día en que se refrendaría el texto resultado del proceso de paz.
Muchas cosas se dijeron en su momento a favor y en contra del acuerdo, pero hubo dos que particularmente me llamaron la atención. La primera fue una frase que expresó Winston Churchill alguna vez: “El que se arrodilla para conseguir la paz, se queda con la humillación y con la guerra”.
La segunda frase que me pareció valiosa salió de un trino de Andrés Carvajal que fue compartido masivamente, en el cual se leía: “Se escandalizan de que las Farc entren a la política colombiana, como si la política colombiana fuera el refugio de filósofos atenienses”.
Esta segunda frase representa muy bien el pensamiento de muchos sobre la participación política de la guerrilla. Incluso, ante el otorgamiento de la personería jurídica al partido de las FARC y el anuncio de la candidatura de Rodrigo Londoño, alias Timochenko, a la presidencia de Colombia, en redes sociales se presentó una respuesta similar.
De acuerdo con múltiples comentarios, algunos consideran que alarmarse porque un criminal de lesa humanidad —responsable de asesinatos masivos, reclutamiento a menores, torturas, desapariciones, violaciones sistemáticas a mujeres y niños, robos, secuestros y todo crimen tipificado en el Código Penal— es una exageración, después de todo, en Colombia hace rato que se tienen verdaderos delincuentes en el Gobierno.
En esto, hay que decirlo, tienen completamente la razón. Toda clase de criminales se encuentran en la lista de personas que han ocupado cargos públicos en el país. Sin embargo, vale la pena preguntarse: ¿acaso lo lógico, lo natural, lo simplemente obvio, no es que los ciudadanos exijamos que se reduzca esta lista en lugar de alargarla?
Por supuesto que Timochenko no va a ganar la presidencia en el 2018. Pensarlo en este momento es irreal, incluso para las FARC. Sin embargo, que un criminal tenga la posibilidad de pasearse por el país, prometer cualquier tipo de locura, engendrar odios a punta de sofismas y generar apoyo político entre incautos, es un problema mayor.
En primer lugar, porque los cálculos más austeros estiman que las disidencias de las FARC pueden sumar más de 1.400 hombres. Tal como lo señaló exministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, en una reciente entrevista con W Radio, el límite difuso que existe entre las disidencias de las FARC y la agrupación política de la guerrilla, vinculadas por cuadros de mando como Gentil Duarte —responsable de la organización militar logística del grupo armado y quien participó en las negociaciones de La Habana— o Jhon 40 —encargado del tráfico de cocaína y minería ilegal en la Amazonía venezolana—, indican que, en efecto, las disidencias pueden ser en realidad la retaguardia de las FARC.
En este sentido, no debe olvidarse que la coacción armada le ha valido a diversos grupos violentos para obtener cargos en las principales corporaciones públicas e instituciones democráticas de Colombia. De hecho, no deja de ser llamativo que Claudia López y aquellos que denunciaron valientemente las presiones armadas que le valieron a los paramilitares para hacerse con el control de casi la mitad del Congreso de la República, hoy desechen el riesgo de que se repita este fenómeno a manos de las FARC.
En segundo lugar, porque se desconoce el paradero de la verdadera fortuna de las FARC para apalancar sus campañas a la presidencia y especialmente para el Congreso, situación que genera dos riesgos latentes.
Por una parte, si se tiene en cuenta que la revista británica The Economist calcula que la fortuna guerrillera ronda los USD $10.500 millones, fácilmente pueden desbordar los topes de campaña sin que exista verdadera claridad sobre la procedencia del dinero. Por otra parte, considerando que en Colombia el precio de un voto ronda los $50.000 pesos (USD $17) y que la compra de votos es un fenómeno arraigado en diversas zonas del país, es factible imaginar un escenario en el que a través de este medio se obtenga el apoyo electoral en aquellas zonas que escapan al alcance de la presencia armada de las FARC.
En tercer lugar, porque las FARC ni siquiera han ofrecido verdad, reparación, restitución o cumplimiento de pena alguna, sin embargo, igual entrarán a participar en política. Esto, además de ser uno de los puntos negados reiteradas veces por miembros del Gobierno y promotores de los acuerdos —como Juan Fernando Cristo o Angélica Lozano— significa también que los estándares de la política en Colombia son tan bajos, que lo mínimo que se puede esperar de los candidatos que buscan llegar a lo que deberían ser las más altas dignidades de la nación, ni siquiera puede ser que al menos no hayan matado a nadie.
Por el momento la discusión se centrará en la participación política de las FARC y muchas voces intentarán idealizarlo como el precio que se debe pagar por una supuesta paz. Entretanto, los ataques al Ejército y a la Policía vienen en aumento, la violencia homicida crece en las zonas rurales, tan solo hace unos días se aprobaron nuevos bombardeos contra las disidencias y tan solo para mayo de 2017 ya se contaba con una cifra de desplazamiento interno superior a la presentada durante todo el año 2016.
Es indudable que esta “paz” tiene un parecido notable con el conflicto que todos los colombianos conocemos. Pero es más claro aún que arrodillarse y otorgar todo tipo de privilegios a las FARC para disminuir la violencia del país no tuvo el impacto esperado.
Aún muchos en la prensa y en la academia permanecen en estado de negación, pero mientras los fusiles parecen más sonoros que nunca, cada vez se convierte en algo más real que en Colombia, en efecto, nos quedamos con la humillación y con la guerra.