Por estos días volvió a mi memoria un intercambio de ideas que tuve por Twitter hace unos años con la Dr. Sandra Borda, decana de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
En esa ocasión intenté explicar que, aunque no debe caerse en la paranoia, es legítimo temer por los principios de la democracia liberal colombiana cuando se tiene a Venezuela —una dictadura con pretensiones totalitarias y que ha intervenido en política en toda la región, incluyendo Colombia— compartiendo 2.219 kilómetros de frontera con nuestro país.
Tras esa discusión y algunas otras que mantuve con otros profesores universitarios, tuve la impresión de que una parte de la academia tiende a desestimar —incluso a caricaturizar— el riesgo de que el país quede atrapado dentro de una lógica populista al estilo venezolano.
Ahora que la dictadura venezolana está enquistada en el poder y que las FARC entrarán directamente en política, con una retaguardia armada e inmensos recursos del negocio de la cocaína, muchos aún continúan sin advertir el riesgo que esto representa.
De hecho, resulta curioso que se ridiculice el miedo que produce a muchos colombianos tener a Iván Márquez —un comunista tan fanático que hasta quiso imponer sus ideas por las armas— en el Congreso y a Maduro a tan solo unas horas en avión de Bogotá; en lugar, lo exaltan como una señal positiva de que los valores de la democracia liberal echaron raíces en las mentes de muchos.
Dar por sentados los principios liberales sobre los que está construido un sistema político, y considerar como una improbabilidad remota que desaparezcan es un error. Si, tal como lo planteó Thomas Jefferson, el precio de la libertad es su eterna vigilancia, por la mismísima historia deberíamos saber que aquellos que se descuidan en esta tarea pagan caro su error.
El caso más llamativo de esto es de conocimiento público; Alemania entró al Siglo XX como una de las potencias económicas, científicas y culturales candidatas a disputarse un lugar hegemónico en el sistema internacional. Mentes prodigiosas en diversas áreas del conocimiento como Johann Joachin Winckelmann, Johann Gottfried von Herder, Wilhelm Conrad Röntgen, Heinrich Rudolf Hertz, Max Planck, Johann Wolfgang von Goethe, Friedrich Nietzsche o Johann Gottlieb Fichte permearon la ciencia, la literatura y las artes convirtiendo al pueblo alemán en uno de los más educados de Europa y el mundo.
En política, ciencia y economía, Alemania se convirtió en el principal referente mundial, llegando incluso a acumular más Premios Nobel que Estados Unidos y el Reino Unido juntos. Para 1913, el rápido crecimiento de la economía alemana llevó a este país a ser uno de los tres mayores exportadores del mundo, una de las mayores productoras de manufacturas y a representar un cuarto del total de producción industrial y minera del planeta.
Paradójicamente, fue en esta Alemania, que dio forma a la civilización occidental y vio nacer a figuras universales como Ludwig van Beethoven, Immanuel Kant y Alexander von Humboldt, donde surgió uno de los modelos políticos más salvajes y sanguinarios que ha conocido la humanidad. ¿Cómo fue posible esto?
Este complejo enigma ha sido abordado desde diferentes perspectivas. En este sentido, autores como Hanna Arendt encuentran que una parte importante de la respuesta se esconde en el crecimiento de principios totalitarios que se movieron como una corriente subterránea “oculta a la luz del público y a la atención de los hombres ilustrados” que fue cristalizándose poco a poco como consecuencia de eventos políticos que acabaron revelándola cuando ya era demasiado tarde.
Por supuesto, este ánimo por fusionar ideología y sociedad no fue exclusivo de Alemania. De hecho, antes que Arendt, Giovanni Amendola (1922) en Italia describió por primera vez al fascismo como un “sistema totalitario” al observar cómo este movimiento político se perfilaba como el autor de una forma superior de tiranía tendiente a someter al individuo por completo, despojándolo de su identidad personal y sometiendo sus fines al de una colectividad suprema y abstracta como la raza, la nación o la clase social.
De esta forma, el totalitarismo entendido como un sistema político que se mezcla con la legalidad, ocupa las instituciones y actúa como una máquina expansionista implacable que aniquila a todo aquel que se ponga a su paso; acabó también por definir la vehemencia estalinista que vivía en Rusia en su momento. Es así como el comunismo, el fascismo y el Nacional Socialismo terminaron por representar al ideal totalitario por antonomasia.
Pronto, a través de la implementación del comunismo impulsado desde el imperialismo soviético, la mitad del planeta se encontraría atrapado bajo modelos políticos tendientes al totalitarismo.
Fue tal la fuerza de esta corriente que pronto llegó al continente americano a través de Cuba. Desde ese momento, la isla caribeña no necesitó muchos recursos para convertirse en el principal promotor del totalitarismo en el continente. Entre sus intervenciones militares e intentos expansionistas se encuentran las expediciones de Panamá y República Dominicana en 1959, la financiación y apoyo logístico a múltiples grupos guerrilleros en todo el continente –incluyendo el ELN y las FARC en Colombia- y las invasiones a Venezuela en 1963 y 1967, de las que, dicho sea de paso, poco se habla. Décadas más tarde, la dictadura cubana terminaría obteniendo una victoria contundente al lograr que por vía democrática se impusiera el socialismo en Venezuela.
A partir de entonces, gracias a los enormes recursos del petróleo, Venezuela llegó a financiar campañas políticas en el continente, a comprar a varias islas caribeñas para obtener mayorías en los órganos internacionales, y apoyar y resguardar a las FARC (¡llegaron en un avión de PDVSA a Cuba!) mientras mantenían vigente a la raquítica dictadura.
Por lo que sabemos en este momento, el totalitarismo es una fuerza impetuosa que está buscando expandirse constantemente. Por esto la defensa del tímido orden liberal que estructura la política colombiana debe fortalecerse y defenderse frontalmente. Igualmente, en lugar de ridiculizar el temor al comunismo, los formadores de opinión deben comprender muy bien el proceso por el cual las corrientes subterráneas del totalitarismo llegan a la superficie y tomar una actitud certera contra aquellos que simpatizan de una u otra manera con este tipo de ideologías.
Es cierto que la paranoia no puede ser la línea de acción de los colombianos, pero tampoco puede serlo la ingenuidad.