Mientras en Colombia la preocupación de los políticos en torno al devenir de los excombatientes de la antigua guerrilla Fuerzas Armadas de Liberación de Colombia, -hoy día partido político con representación en el Congreso Nacional gracias a los acuerdos con el Gobierno saliente de Juan Manuel Santos-, gira en torno a la presentación de los exguerrilleros ante la Jurisdicción Especial para la Paz o la incorporación o no de los exguerrilleros a sus curules parlamentarias, otro frente se ha abierto en el país que podría tener graves repercusiones para la región: la probable refundación de las Farc.
Para nadie es un secreto que luego de culminadas las conversaciones en La Habana que llevaron al Acuerdo de Paz orquestado por el Gobierno de Santos para la finalización de la lucha guerrillera de las Farc, no todos los combatientes entregaron las armas y se dispusieron a reintegrarse a la vida civil y pacífica.
Una porción de ellos decidió no acogerse a los acuerdos ni entregar el armamento, sino mantenerse en pie de lucha; en particular el grupo liderado por alias Guacho, jefe del frente Oliver Sinisterra, quien desde entonces ha venido desarrollando una carrera delincuencial que incluye atroces matanzas, como la de los periodistas y el matrimonio ecuatorianos el año pasado, así como la más reciente de los investigadores de la Fiscalía colombiana.
El reportaje publicado pocos días atrás por la revista colombiana Semana que ahonda en el “Plan para refundar las Farc” señalando que los disidentes buscan alinearse bajo un solo líder, reunir 8.000 armas y organizar una conferencia guerrillera en diciembre de este año, logró la indignación del presidente Santos, quien descalificó el tipo de periodismo de la prestigiosa revista, tildándole de “irresponsable” porque, según él, da a entender una realidad que no es cierta.
Es obvio que la molestia del actual presidente colombiano se debe a que no quiere que por ningún concepto se someta a prueba, o se dude, de lo que él mismo considera como su más preciado legado en sus ocho años al frente de Nariño: la pacificación del país con la desmovilización de las Farc.
Sin embargo, no es solo cuestión de una investigación periodística. Son varios los informes que dan cuenta de que el problema es grave y, por tanto, que el actual Gobierno colombiano no debería minimizar la cuantía de esa disidencia. De tal forma, el trabajo de campo realizado por la Fundación Ideas para la Paz (FIP), un centro de pensamiento independiente especializado en el conflicto armado en Colombia y que investigó por más de un año el nuevo fenómeno de violencia que amenaza el frágil proceso de paz, reveló que el número de disidentes en el país estaría entre 1.200 a 1.500 hombres, agrupados en entre 16 y 18 frentes disidentes.
De igual forma, Insight Crime, una fundación especializada en el análisis e investigación de uno de los fenómenos que más afecta a América Latina, el crimen organizado, cifra en más de 1200 el número de combatientes de las Farc que no se desmovilizaron y actúan hoy a sus anchas en territorio colombiano.
El problema fundamental con estos delincuentes guerrilleros es que no actúan con supuestos criterios políticos, ni están tras la toma del poder, como pregonaban las antiguas Farc, sino que su accionar está dirigido a controlar los sembradíos y procesamiento de coca, así como la minería ilegal, la trata de personas, el tráfico de órganos y de armas, y el contrabando de todo tipo.
Según todos los informes, ellos están en connivencia con narcotraficantes de México, Ecuador y Venezuela, siendo estos dos últimos países sedes de otros grupos disidentes de las Farc. Además, que tienen un proyecto común de lucha.
Lo anterior evidencia que estamos ante un grave problema trasnacional, de carácter regional, y que si no se logra una pronta acción mancomunada para hacer frente a estos disidentes de la guerrilla, el mismo empeorará y resultará en mayores estragos para Colombia y nuestras sociedades latinoamericanas.
En Venezuela, aunque no es posible aportar cifras concretas por la opacidad con que se maneja el régimen de Nicolás Maduro, para nadie es un secreto que desde tiempos de Chávez el territorio era un aliviadero para la guerrilla de las Farc y nada hace pensar que haya cambiado para los disidentes, habida cuenta de los nexos que sectores del propio gobierno tienen con el narcotráfico. No olvidemos que en 2010 Álvaro Uribe, aunque Chávez siempre negó que hubiera campamentos de las Farc en Venezuela, presentó en la OEA información contundente sobre el número y ubicación de campamentos en territorio venezolano. Y nadie lo desmintió. Sólo lo descalificaron.
En Ecuador, es el propio presidente Lenin Moreno quien ha denunciado las facilidades que su antecesor Rafael Correa había otorgado a los guerrilleros. Hoy día, con más de 700 kilómetros de frontera con Colombia, es del conocimiento público la presencia de grupos armados, redes financieras, abastecimiento y cultivos de coca en la zona del Pacífico. Un informe de la Secretaría de Inteligencia de ese país advertía hace un tiempo que Ecuador podría verse “involucrado en una espiral de violencia a consecuencia del narcotráfico”, como efecto colateral de la desmovilización de las FARC. Pues ese informe fue premonitorio.
La mesa pues está servida para que la tan cacareada desmovilización de las Farc no sea la idílica panacea que nos quiere vender el agónico gobierno de Juan Manuel Santos, así como para que el nuevo presidente colombiano Iván Duque no solo corrija, como ha prometido, los errores del acuerdo de paz con las Farc política, sino que también enfrente una de las principales amenazas que Colombia y otros países de la región tienen en la actualidad: los miles de disidentes de la guerrilla marxista que preparan un próximo congreso para reclamar la herencia de la lucha armada. El presidente Duque empezaría con muy mal pie su gobierno si obvia la peligrosa realidad que se oculta en la selva del Guaviare bajo la dirección de alias Guacho.