El viernes 7 de octubre de 2016 nos enteramos que después de treinta y cuatro años un colombiano había logrado obtener el segundo premio nobel en la historia del país. Esta vez uno menos interesante y más político, debido a que es otorgado por un comité delegado por el Parlamento Noruego.
Juan Manuel Santos, que por aquella época fungía como presidente de Colombia y días después de haber recibido una fuerte derrota por parte de la sociedad que decidió rechazar los acuerdos que él y las FARC habían pactado en La Habana, entraba en la lista de los galardonados con el Premio Nobel de Paz. Sin embargo, esa paz de la que tanto se habló y esa justicia que tanto juraron caería sobre los responsables de crímenes de lesa humanidad, nunca llegaron. Lo que sí llegó, con la ya gastada excusa de la paz, fue una impunidad rampante, con la que se abofeteó a millones de ciudadanos, y millones de dólares de la constructora Odebrecht que le permitieron a Santos ser presidente dos veces.
La corrupción que se gestó desde las campañas presidenciales de 2010 y 2014 de Santos, y que llegaba hasta las más altas esferas políticas y empresariales del país, era un secreto a voces. Ya había evidencia suficiente para que la justicia colombiana adelantara una investigación sería contra quien fungía como presidente de Colombia y su círculo. Con el paso del tiempo más pruebas y testimonios fueron surgiendo como abejas de su panal. Esto no fue suficiente, y la mediocridad de la justicia colombiana se hizo ver en todo su esplendor. La “paz” se había convertido en el eje central del país, y muchos estúpidamente decidimos no prestarle la atención que requería un acto de corrupción de tal magnitud. Estábamos tan enfocados en lograr que las FARC dejaran las armas, que cualquier sacrificio en nombre de la “paz” estaba bien visto.
Se firmaron los acuerdos, pese a la oposición de la sociedad, y fue la impunidad, no la paz, la que empezó a caminar por los pasillos del Congreso, de la Casa de Nariño, del Palacio de Justicia. Una vez más mintieron los políticos y una vez más caímos. Lo peor, muchos aún siguen en ese letargo creyendo que lo mejor para el país es que violadores y asesinos, que se suponía no llegarían a ocupar una sola curul en Senado y Cámara, no paguen por sus múltiples crímenes, reciban sueldo proveniente del dinero de los contribuyentes, se les proteja y no se les dañe ese “buen nombre” que durante años, desde las selvas de Colombia a punta de plomo, coca y sangre, lucharon por construir.
Tampoco era un secreto que el alto mando de las FARC había dado la orden de dejar un buen remanente de hombres en la clandestinidad, protegiendo dinero, cultivos de droga y armas para que, en dado caso la justicia llegara, por accidente, a tocar a sus puertas, pudieran escapar y seguir dirigiendo sus múltiples negocios ilegales que el tiempo mostró nunca abandonaron.
Hoy, quienes dieron la orden de asesinar a miles de colombianos para promover una ideología política, poder cultivar miles de hectáreas de droga, hacer minería ilegal a cielo abierto, traficar con personas, desaparecer y secuestrar a otras, están sentados en el Congreso, hablando de respeto hacia los derechos humanos que ellos siguen violando desde la legalidad y la clandestinidad.
¿Y Santos? Un conferencista internacional que se jacta de la paz lograda en su Gobierno y de los principios que le valieron el Nobel. Pero que, como todo buen cobarde, calla sobre la trama de corrupción que se tejió en su Gobierno y que es validada por buena parte de la sociedad colombiana, pues hablar sobre ese tema es manchar el proceso de negociación entre Santos y las Farc. Un proceso que no trajo paz, sino que le dio dientes, desde la legalidad, a un grupo guerrillero que solo busca replicar en Colombia un modelo que ha fracasado una y otra vez donde ha sido implementado.
Así que, al parecer, Santos es el nuevo Ernesto Samper, quien llegó a la Presidencia gracias a los millones del narcotráfico y sobre el cual no se hizo justicia, pues, según él, todo fue a sus espaldas. Hoy Santos va por la misma línea. Una línea que muestra que en el país la tan anhelada paz es más importante que el respeto por las instituciones y la Constitución, y la mejor cortina de humo tras la que se ocultan los peores hechos de corrupción. Pero sin respeto a las instituciones, la paz no es más que un saludo a la bandera.