EnglishA lo largo de la historia, la progresía ha tratado de incriminar a su contraparte en la balanza, calificando de imperialismo, belicista y esclavos de las multinacionales, a los logros de las batallas por acabar con sistemas criminales y extender la democracia.
En el continuo intento de denostar de la libertad, inculpa de los peores crímenes que han cometido algunas naciones, a los efectos de la libertad. Pero la realidad es que jamás, en nombre de las ideas, los liberales han erigido gulags para exterminar a sus ciudadanos. Citando a Bernaldo de Quirós: “…nunca hemos sacrificado vidas en los altares de la ideología”.
Aún hoy, pese a los continuos episodios que —debemos agradecer— nos ilustran los atroces delitos del socialismo, este modelo, apoyado por corazones irracionales que se dejan seducir por la típica e idealista retórica, no ha mermado. Hoy apreciamos como la que se creía la democracia más sólida del mundo, se ve cautivada por las palabras de un socialista «apparátchik» como Bernie Sanders. De igual forma, América Latina padece hoy una ideología, ya, afortunadamente, en fase terminal, que ha logrado imponer la más grande destrucción y miseria que el continente haya visto.
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Alrededor del mundo se siguen perfilando proyectos que, si hubiésemos aprendido, no fuesen más que propuestas condenadas al fracaso y al rechazo de las sociedades; sin embargo, ocurre lo contrario. Aquel “paraíso de los trabajadores” que prometía Lenin es mortal; inquisidor de la civilización.
En su trillada retórica revolucionaria, el progresismo busca acabar con aquella clase que, para ellos, posee el absoluto poder sobre los desprotegidos, aplastando sus voluntades hasta imponer un modelo que beneficie sólo los intereses de unos pocos; sin embargo, para acabar con esto, el único planteamiento es el mismo: seguir concentrando el poder.
El socialismo, bajo cualquier definición, requiere una tremenda concentración de poder en las manos de unos pocos: un poder para controlar, para regular, para redistribuir, para administrar al colectivo; donde, bajo ciegas esperanzas y ligada a una dependencia total, este poder es dado por los ciudadanos a sus líderes, por el bien común.
Aquí va otra verdad: el poder, concentrado, es peligroso; muy, muy peligroso. El socialismo, por naturaleza, y partiendo de las premisas dadas, es lo opuesto a la libertad, a la cooperación y a la descentralización del poder. Estos poderosos, premiados por la irracionalidad del pueblo, definirán cuál es “el bien común”.
Normalmente, el sostén de estos modelos, enemigos de la libertad, es la creación de una relación que busca crear un cordón umbilical con el ciudadano, donde el proveedor es el Estado; de esta manera, se crea una dependencia que poco a poco nos va coartando las libertades. El socialismo nos ofrece igualdad, a cambio, claro está, de la libertad.
Utilizando la miseria como herramienta y sistema de control, este modelo fracasado y arbitrario impone la destrucción y la muerte como un sistema de vida.
Debido al “bien común”, al bienestar de los ciudadanos que han confiado en el sistema, la apostasía no es permitida, el disentir va contra el «gran plan» revolucionario y esto jamás será tolerado. Históricamente, los logros del socialismo traen consigo una realidad completamente desalmada y brutal.
En la década de los 40, Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg, publicaron El libro negro, una recopilación testimonial de todos los crímenes cometidos contra los judíos durante el poderío del Tercer Reich; unas décadas más tarde, en 1997, varios profesores universitarios publicaron lo que se convertiría en un registro indispensable para entender los crímenes y horrores de la búsqueda e implementación del comunismo, El libro negro del comunismo.
Siendo modestos, las muertes que han producido el socialismo llegan, fácilmente, a 100 millones de personas. Asesinados por una ideología completamente fracasada. Asesinados por la corrupción absoluta que produce el poder absoluto.
Rudolph Rummel, un importante académico y politólogo de la Universidad de Hawaii, en su libro titulado “Death by Government“, documenta el sangriento legado y otros experimentos tiránicos que resultan de las «buenas intenciones» y de la planificación del “bien común”.
La Unión Soviética ha sido una de las maquinarias asesinas más eficiente que ha existido en la historia. Aproximadamente 20 millones de personas murieron bajo el régimen que pretendía establecer una verdadera nación socialista.
Muy pocos recuerdan el genocidio en cámara lenta del cual Iósif Stalin es responsable en Ucrania. La matanza masiva denominada Holodomor (hambruna) le quitó la vida a más de siete millones de individuos y hoy son pocos los que se atreven a responsabilizar a una fracasada ideología de sus crímenes.
Por otra parte, el tirano de Mao Zedong asesinó de hambre y de muchas otras formas a más de 60 millones de personas en nombre de la República Popular China.
La república socialista de Vietnam asesino a más de un millón de personas. Bajo el régimen de los Jemeres Rojos, dos millones de personas murieron en Camboya; en Corea del Norte dos millones, un millón en el régimen comunista de Europa oriental, un millón en la República Socialista de Yugoslavia.
Además, El libro negro, registra unas 150 mil personas asesinadas en América Latina por modelos similares y otras 10.000 muertes provocadas por movimientos comunistas internacionales y por partidos comunistas no situados en el poder.
Saque usted la cuenta, los números se quedan cortos, los daños colaterales no son considerados; entonces, ¿cómo se concibe un mundo donde las aventuras por estos caminos de destrucción aún no son condenadas o rechazadas?
Sólo queda servirse de aquella frase que se ha atribuido a Santayana, a Bonaparte, a Lincoln, a Cicerón, incluso a Hitler y a Pablo Escobar: “Aquel que ignore su historia, está condenado a repetirla”.