Estas semanas se ha sometido al escenario del debate el tema de las mujeres musulmanas y su presunto derecho a utilizar, o no, prendas inherentemente islámicas. Ya había ocurrido con el burqa. Hace tres días, en Alemania, el niqab fue tendencia; ahora, es el burkini, un traje de baño que expone solo las manos y los pies, el que está causando una importante controversia, sobre todo en Europa.
La situación estalló cuando el pasado 24 de agosto, en una playa de Niza, Francia, varios policías se acercaron a una mujer que llevaba puesto un burkini, a exigirle que se quitara la prenda, porque en la ciudad —donde hace poco había ocurrido un atentado terrorista—, eso estaba prohibido.
Inmediatamente la izquierda europea y del mundo; la más insolente progresía, y los representantes de la comunidad musulmana (evidentemente, todos hombres) salieron a condenar el acto, bajo la defensa de «la libertad» del uso del burkini —o el niqab, en casos anteriores.
- Lea más: Terrorismo islámico: llamemos a las cosas por su nombre
- Lea más: ¿Cómo se puede destruir al ISIS?
La verdad es que crear cualquier nexo entre la utilización por parte de la mujer de las prendas islámicas, con la libertad, es una hazaña sumamente absurda. Es realmente preocupante ver cómo se busca, de forma violenta, vincular inmediatamente la utilización del burkini, el niqab o el hiyab, con la libertad de elección de la mujer; cuando se trata de lo contrario.
Pensar que en la mayoría de las sociedades de Oriente Próximo, el Magreb y el Golfo, la mujeres tienen la posibilidad de no ser una noticia lamentable cuando deciden públicamente qué deben llevar sobre su cabeza, y que esto no traería una consecuencia fatal o violenta para ellas, significa una inocencia intolerable y una complicidad peligrosa con la opresión.
La realidad es que cualquiera de estas prendas significa un estandarte, un emisario de sociedades oscurantistas, totalitarias y retrógradas, sobre nuestros valores. Un recordatorio del dominio y el abuso por parte de un pensamiento enemigo de la libertad. Permitir que se erija con tanta facilidad esos peligrosos estandartes, sería como permitir que hombres y mujeres anduviesen libremente luciendo los más peligrosos emblemas de la muerte que a través de los siglos, la historia ha condenado.
Muchos, además, aseguran que esa ropa solo se trata de un símbolo religioso; sin embargo, como bien señala la escritora española Irene Lozano “resulta que solo lo llevan las mujeres, mientras los hombres están libre de ello, incluso los más píos. Si solo fuera religioso, se establecería para todos, como la obligación de rezar mirando a la Meca, lo que no distingue de sexos”.
Por otra parte, se debe destacar la valentía con la que mujeres musulmanas, en la zona de Manbij, en Siria, tras librarse del dominio del Estado Islámico, celebraban quemando sus burqas. Un verdadero símbolo a observar y a emular. “Somos seres humanos, queremos nuestra libertad también”, decían las mujeres.
Además, es importante recalcar que, pensar siquiera, que las musulmanas en ciertos países deciden con libertad, es una afirmación completamente absurda y asimétrica. Por ello tanto el burkini, como el niqab o el burqa, son prendas que se convierten en símbolo de la opresión que padece la mujer en varias partes del mundo. Puede que la mujer musulmana que viste en Occidente no esté obligada; pero el símbolo es el mismo.
No se puede permitir que algunos pretendan, escondidos y refugiados bajo el amparo de la progresía, la izquierda y la totalitaria corrección política, convertir a la mujer en “un animal empaquetado en las calles o en las playas”, como muy bien señala el imprescindible escritor y columnista Hermann Terstch.
Es posible que el burkini y el niqab parezcan trivialidades superfluas por la que algunos prefieran no debatir; sin embargo, podrían significar los indicios de un problema mucho más grave, urgente y peligroso.
Los musulmanes que esperen convivir en sociedades libres como la europea u occidental, en la que las tradiciones medievales y dantescas son condenadas con férrea aspereza, deben elegir vivir bajo los símbolos de la civilización moderna y erigir sus estilos de vidas en sociedades abiertas.
Si se comienza a permitir que la mujer sea tratada de forma retrógrada, y sea rebajada en nuestra sociedad, en poco tiempo estaremos abrazando otras ideas corrosivas como el asesinato a homosexuales, cortar manos o lenguas, la lapidación de mujeres, y el ahorcamiento en la plaza pública.
Símbolos de la opresión y de las peores ideas religiosas no tienen cabida en nuestras sociedades, que aún, a pesar de los constantes asedios por parte de los fundamentalistas, de los estragos, y los fracasos, goza de una libertad latente.
Puede que, en vez de ser este el indicio de un problema mucho más alarmante, sea una oportunidad crucial que posiciona a Occidente y a Europa en una disyuntiva por la defensa de nuestros valores.
Puede que “la prohibición del niqab y el burkini sea el necesario mensaje de que se acabó la tolerancia con la intolerancia”, escribió hace unos días Hermann Tersch.