“Tengo recuerdos nítidos de las Navidades a partir de 1937. Puedo asegurar que nunca había presenciado ninguna tan triste y llena de pesar como la presente. Los rostros hablan por sí solos. La alegría está ausente”, escribió el histórico dirigente venezolano, Enrique Aristeguieta Gramcko.
Quedan pocos días para que se termine el 2017. Fue un año difícil. Quizá el más complejo en la historia contemporánea de este maltratado país. Ya es navidad. Época que el venezolano disfrutaba ampliamente. La esperaba desde siempre.
En enero, se empezaban a contar los días para que llegara diciembre. Lo hacían los niños, para quienes el veinticuatro de este mes era el mejor día del año.
Siempre fue así. Al menos por décadas. Sin distinción de clases. Todos, juntos, esperaban que llegara diciembre para reunirse en torno a una mesa, en familia, para hacer las hallacas (plato típico). Se destapaba el ponche crema; se compraba el pan de jamón; y el ron aguantaba hasta las tres de la mañana de cada noche.
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El tío de San Cristobal llegaba a Valencia al mediodía del veintitrés de diciembre. Traía consigo a los primos y primas. La familia no se reunía desde el año pasado; pero nuevamente, como si el tiempo no hubiese pasado, se abrazaba y sonreía.
Todos en casa de los abuelos, para quienes los nietos eran lo más importante. En la noche del veintitrés, los más de quince familiares se reunían en la sala y empezaban el intercambio de regalos. En algunas casas, se entregaban botellas de ron, anís u otro alcohol. También comida y algún detalle. En otras, los padres rompían el envoltorio de las botellas Etiqueta Negra. A los niños, alguna franela.
Y el veinticuatro, la música empezaba a sonar desde temprano. Las gaitas, llaneras; el merengue y la salsa; y en algunas, jazz y swing; con Louis Armstrong cantando Santa Baby. El ambiente siempre fue así: feliz. Era pura felicidad. Primos que no se veían desde chamos (niños), compartían el Santa Teresa mientras ayudaban a la abuela a hervir las hallacas. Mientras, otros salían a comprar el hielo. Y a las seis de la tarde, el calentador del agua no se apagaba porque el venezolano se preparaba para vestirse con el estreno de esa Navidad.
A las doce de la noche era el momento de los niños. El niño Jesús, o Santa, había traído regalos. Nuevamente, sin distinción de ningún tipo. El veinticinco de diciembre todos los niños de Venezuela jugaban emocionados con el nuevo obsequio. Era, nuevamente, pura felicidad. El momento de la familia, donde todos los primos, tíos, hijos y nietos se reunía en torno a los abuelos. Nada podía quebrantar esa valiosa estabilidad; tiznada de paz, música y alcohol.
Pero ya no es así.
Desde hace varios años, esa estabilidad se ha ido agrietando. No obstante, en los últimos tres años la degradación se ha acelerado. Una arrolladora crisis se ha llevado consigo al venezolano y, con él, a la Navidad. Pero la de este año, 2017, ha sido mucho más dramática que las anteriores. Deprimente. Triste. Posiblemente la más triste de la historia de Venezuela.
La familia, que es, al final, la esencia de los diciembre, se ha desbaratado. No sería atrevido decir que ya no queda familia en Venezuela que no se haya separado. Cuyos padres ya no estén con sus hijos. Cuyos tíos, no vean ya a sus sobrinos; y cuyos nietos, se hayan alejado de sus abuelos.
En las casas de los ancianos, impera la soledad. Si queda alguien, es algún hijo o un sobrino. Probablemente los acompañen los vecinos, quienes también han quedado solos. Pero la felicidad, ahora se ausenta. Lejos, se ha dispersado en varios países. Ahora es un poquito de felicidad lo que acompaña al hermano en Estados Unidos; o al hijo en Colombia, con los nietos.
La Feliz Navidad ya no se brinda con calidez. El abrazo, el tacto —¡el importante tacto!—; no está. Simplemente no está. El abuelo tiene que pedir al hijo del vecino que lo ayude a prender la tableta, abrir Skype y, así, desear feliz navidad, entre lágrimas, a sus hijos y nietos. A sus adorados nietos, con los que soñó por años junto con su esposa, ya no los podrá tener entre sus brazos. Porque ya no están. Se fueron de un país que los expulsó. Se fueron a buscar la libertad que unos criminales secuestraron. Un grupo de criminales que destruyó la esencia de la Nochebuena. Que destruyó la Navidad, y con ello también destruyó al venezolano.
Este año otro elemento se agregó a la fórmula: el hambre. Familias, que antes se reunían para compartir el pernil y las hallacas, pasan hambre. Niños, pasan hambre. Los abuelos, pasan hambre. Todos, pasan hambre. Una tragedia que es imposible de evadir. Está ahí y es una realidad. En Venezuela son miles los que esta Navidad han pasado hambre. Son miles a los que su estómago ha condenado a la tristeza. Al llanto.
El niño de la casa ya no pide al Niño Jesús un camión de juguete. Ahora en la carta escribe con el pulso tembloroso del hambre: comida. No solo la pide para él; sino para su madre, a quien está cansado de ver llorando. El niño está hastiado de la miseria. Hastiado porque él no tiene la culpa de lo que atraviesa su hogar. Le duele saber que su madre, a quien tanto ama, pasa hambre para cederle la arepa a él. Ya el niño no quiere eso. Lo suplica. Se lo pide a Santa, al Niño Jesús y a Dios. Quiere comida. Quiere que su papá, su mamá y su hermanito menor, coman. Aunque sea por un día. Aunque sea en Navidad.
No es una familia la que sufre esa tragedia. Son miles, cientos de miles. Multitud de familias que hace un par de años sonreían y contaban los días para que llegaran las fiestas de diciembre. Gastaban en regalos, en alcohol y en comida. En mucha comida, porque en diciembre se comía bastante. Pero ya no. El sueldo simplemente no alcanza para nada.
En algunos hogares, aunque todavía hay comida, no hay familia. En otros, ni lo uno ni lo otro. Y otros, quizá más privilegiados, igual han tenido que padecer los estragos de un régimen decidido en quebrantar al venezolano.
Este año la tragedia fue mayor. Casi todo un país en crisis por falta de gasolina. Las familias que tenían viajes planeados para reencontrarse, tuvieron que postergar el abrazo. No será este año; pero queda la esperanza de que el próximo sea mejor. Y la falta de gasolina —como la falta de todo—, afectó gravemente el ánimo y la euforia de las fiestas. Ya no hay turistas, por lo que las ciudades que dependen de ellos, han sido sometidas a la depresión. Las calles de los pueblos, que normalmente se llenan en diciembre, vacías. También oscuras. Caracas, oscura. Valencia, oscura. Mérida, también oscura. Ciudades grandes, cuyas calles antes se mantenían iluminadas por la Navidad, ahora reducidas a la soledad y al declive.
Los restaurantes en las zonas turísticas no abren por falta de gas y clientes. Ni siquiera el veintitrés o veinticuatro de diciembre. Simplemente los comercios no abren. Aquella es una postal deprimente. Trágica. Un verdadero paisaje de la miseria y la desgracia. Sorprendente, para un país alegre cuya Navidad era esencial e inamovible. Pero ya no es así.
En las caras se percibe la tristeza. El venezolano, aún el que ha logrado mantener intacta su estabilidad, no puede evitar distinguir la tragedia que impera. Un drama que se impone en todos los hogares. Está presente en la casa donde hay comida y en la que falta; también en la casa donde la familia se logró abrazar. Es un drama que está ahí. Es la realidad.
No hay nada que celebrar, más que la simple existencia. Nadie puede hacerlo aunque lo intente. Son miles las familias que cambiaron la usual cena de navidad, por una bolsa de basura. Los padres no pudieron esta vez brindarle felicidad a sus hijos, porque había prioridades, como las medicinas o las comidas. Los abuelos, que ya esperan lo inevitable, saben que de sus nietos no se podrán despedir. Lloran en silencio; pero lloran. Todos lloran, también en silencio. No hay sonrisas, y si las hay, detrás solo hay rabia y llanto.
El año pasado el chavismo también logró destruir a la familia venezolana. Lleva años intentándolo; pero ahora lo ha logrado. Antes, con la crisis del billete de cien bolívares, fueron muchos los que prefirieron quedarse en su casa. Ahora se impone sobre el país una ardua crisis de gasolina. También la falta de efectivo, de gas, de dinero suficiente, ha terminado por quebrantar la vulnerable felicidad y paz. Ya no hay. No hay felicidad.