La ebullición intelectual de los años 60 produjo uno de los textos de contracultura más incendiarios que se haya publicado, “The White Negro: Superficial Reflections on the Hipster”. Escrito hace 59 años, Norman Mailer se refiere, en este ensayo, a los negros estadounidenses como proscritos espirituales de la posguerra y el racismo.
La materia del ensayo tiene un hálito marxista, forja referencias al proletariado bajo el traje de ese hijo pródigo del existencialismo sartreano: el hipster de los años 50. La idea principal del ensayo persiste y fortalece la tesis tácita de la novela The Deer Park, del mismo Mailer: articular una llamada a la subversión de las minorías. Más que anecdótico, éste no es un hecho aislado.
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Con el amanecer de la Guerra Fría, los intelectuales marxistas enfilaron sus armas hacia la guerra cultural, lo que nos devuelve a la cuestión planteada como título de este artículo: al dejar de ser los trabajadores la fuerza de choque contra el capitalismo, se configuran minorías que se convierten en los nuevos soldados, cuya tarea es minar las bases de la sociedad occidental para poder destruir al capitalismo y dar paso al comunismo.
Las mismas ideas que previamente sobrevivieron la génesis del socialismo utópico a la práctica revolucionaria, ahora proponen una contestación permanente a la sociedad, usando ideas que en el fondo producen una reacción emotiva y que su cuestionamiento significa la exclusión.
El feminismo radical, las minorías raciales, los movimientos transgénero, el animismo, el multiculturalismo, los movimientos ambientalistas. Muchos profundamente enraizados por el relativismo cultural arrancado de la Teoría Crítica, una mezcla de marxismo y freudismo o marxismo con reduccionismo edipiano, para usar adjetivación de Marcel Gauchet.
La mutación desde términos económicos a términos culturales tiene un claro objetivo: minar las bases de la cultura occidental. Los pensadores de la escuela de Frankfurt, escuela de pensamiento neo-marxista fundada en 1923, consideraron que la cultura es el muro que hay que franquear primero, para luego implantar el comunismo.
Entre valores y Occidente
Así, hoy en día, los valores que solidificaron la civilización occidental se transfiguran bajo la lupa cáustica de la Teoría Crítica, bajo nuevas formas de pensar o nuevas formas de interacción social. El ataque a la familia tradicional, la revolución sexual, las políticas de género, el ambientalismo, el lobby gay, entre otras tantas cosas, sirven de vehículo para terminar con la sociedad libre, abriendo la puerta para echar abajo el orden actual.
Sin una línea de razonamiento que vaya más allá de criticar todo lo referente a la sociedad industrial usando la vía de relativizar todo, el marxismo cultural se agudiza al imponer un dietario de intolerancia represiva para criminalizar cualquier pensamiento disidente.
En efecto, el fenómeno de la corrección política hace a estos movimientos inmunes a la crítica. Los medios masivos seducidos por lo políticamente correcto ahuyentan cualquier reparo a los nuevos marxistas revestidos en las minorías culturales. Esto, mientras occidente es invadido por la agenda concebida en la escuela de Frankfurt.
Y a pesar de que la sociedad moderna sufrió de una u otra forma el delirio comunista y sus efectos devastadores, estos movimientos pulidos intelectualmente bajo el marxismo cultural mantendrán las ideas colectivistas en el estatus de paradigma dominante.
La frase “tenemos que adueñarnos del sentido común” pronunciada por Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, en el último congreso de izquierdas en Quito, llamado Congreso Progresista, eco del pensamiento gramsciano que podría resumirse así: “el socialismo llegará cuando haya socialistas”, nos recuerda que la lucha contra el marxismo es, definitivamente, en términos culturales.