Cuando apenas se está volviendo a posar la polvareda levantada por la histórica decisión de la Corte Suprema canadiense —la de permitir, bajo circunstancias específicas, la terminación voluntaria de la vida, como parte del concepto de libertad personal—, está claro que, de aquí a que la decisión sea efectiva en 2016, la controversia entre aquellos en la acera de los pro-vida y los que son pro-elección irá a mayor, y a más agria.
Y como en todas las controversias humanas que tienen profundas raíces históricas y culturales, ambas partes tienen argumentos absolutamente válidos. Del lado de los pro-vida están la Historia y la tradición; del lado de los pro-elección, los llamados “derechos de tercera generación“; las conquistas de la postmodernidad.
En un principio, la ofensiva en el debate sobre la sentencia de la Corte Suprema (que revierte una prohibición de 2010 del Parlamento canadiense) parecen tenerla los que rechazan que sea admisible que las personas afectadas por enfermedades severas y terminales puedan decidir terminar con su sufrimiento.
El temor (en Canadá y el resto del mundo) es que la eutanasia ceda gradualmente el paso a la eugenesia, controlada por el Estado
Exponen múltiples argumentos: desde que la decisión significa el fin de la “restricción judicial”, como lo hace el influyente periodista Andrew Coyne, que señala que el fallo “termina con la idea de que las cortes, al interpretar las leyes, deben estar atadas a (…) el texto escrito de las mismas, la tradición histórica, los precedentes y la consistencia lógica”, hasta el Juramento Hipocrático, que vienen recitando los médicos desde el siglo I A.C., y que los hace jurar que “no accederé a pretensiones que busquen la administración de venenos, ni sugeriré a nadie cosa semejante, me abstendré de aplicar a las mujeres pesarios abortivos”.
Precisamente, en el debate canadiense sobre la eutanasia pesan las decisiones de la Corte Suprema de 1969 y 1988, que abrieron, primero tímidamente y luego de par en par, las puertas del aborto, hoy financiado por el sistema público de salud.
El temor (en Canadá y el resto del mundo) es que la eutanasia ceda gradualmente el paso a la eugenesia, tan asociada con la Alemania Nazi: Que de los casos incurables se pase a aquellos que no lo son tanto, y finalmente, a la selección por parte del Estado de quienes deben vivir y quienes no.
Los bioeticistas como el australiano Peter Singer (quien es judío, por tanto insospechable de tendencias filonazis, y está a favor de la eutanasia) llaman a este concepto el de la “pendiente resbaladiza”.
Esta semana, en medios como el National Review y el Edmonton Journal, se analizaba el punto; la posibilidad de que la decisión de la Corte Suprema, por como está redactada, abriera el camino de la terminación voluntaria de la vida a personas que si bien están sufriendo, tienen condiciones perfectamente remediables, o no terminales, sino crónicas.
Mucho más difícil es encontrar argumentos a favor de la decisión de la Corte Suprema de Canadá (que internacionalmente, sin embargo, ha sido aplaudida) en los medios del país. Pero la mayoría de estos razonamientos vienen de la gente que sufre el problema en carne propia.
Uno de ellos es el de Rawnie Dunn, una mujer de 64 años que padece Ataxia de Friedreich, escoliosis severa, pérdida de 65% de su audición, y problemas cardíacos que la dejaron en silla de ruedas a los 35 años. Intentó suicidarse con venenos en 2012 pero no lo logró; cuando recuperó la conciencia, estaba, además, cuadripléjica, legalmente ciega y apenas podía hacerse entender.
En el blog Muriendo con Dignidad, señala que quiere ser la primera en beneficiarse de la decisión de la Corte Suprema. “Me siento en una prisión. Quiero morir. Hay gente como yo, que desea morir, y no debe ser forzada a vivir de esta manera”, señala. A diferencia de su deteriorado cuerpo, su mente (y quizás esto sea un castigo aún mayor) está en perfecto funcionamiento.
En su ensayo Ética Práctica, Singer señala que la eutanasia no es voluntaria cuando toma la vida de infantes o personas de edad adulta que no están en capacidad de discernir si desean seguir viviendo o no. Pero incluso allí, señala, lo pertinente es si, aún en ausencia de esa capacidad de decisión, y en específico en el caso de niños, pueden llevar una vida con alguna dignidad, o tienen posibilidades de recuperación.
En ausencia de una respuesta afirmativa a ambas preguntas, indica el filósofo, la eutanasia puede considerarse moralmente ética si sus padres la consienten. Para un adulto, que ya tuvo conciencia pero no la tiene, que un tercero decida su muerte es más complicado moralmente, señala el autor, porque en algún momento, cuando tuvo razonamiento, puede haber decidido mantenerse con vida a pesar de su sufrimiento. Por eso, en esos casos, Singer no aconseja que un tercero apruebe su muerte asistida.
En el caso de los temores sobre la pendiente resbaladiza, en ninguno de los Estados en los que esta práctica es legal ha ocurrido ese fenómeno
Singer es uno de los pocos filósofos que se ha ocupado de la terminación voluntaria de la vida, justamente en el siglo pasado, ya en la postmodernidad. En la historia de la filosofía, apenas Nietszche y Heidegger hacen aportaciones, en su mayoría sueltas e inconsistentes, sobre el tema. Desde Aristóteles hasta Kant, en cambio, la vida ha sido tenida como sagrada y ni siquiera se consideraba la posibilidad de que fuera mejor la alternativa. Usan los filósofos, una lógica que parece irrefutable: Si la vida es el derecho original, el que antecede a todos los demás derechos, entonces no se puede sacrificar a costa de ningún otro derecho, como la libertad o la dignidad.
Pero pocos de los que opinan sobre el tema han estado (o piensan que estarán) en la posición de Rawnie Dunn, o de Gloria y Kay Carter, quienes sufrían enfermedades neurodegenerativas que las habían postrado en una cama, sin ninguna posibilidad de valerse por sí mismas, y fueron las querellantes en lo que terminó siendo la decisión de la Corte Suprema de Canadá; o de Brittany Maynard, la joven estadounidense aquejada por un tumor cerebral terminal que tuvo que mudarse a Oregon (donde el suicidio asistido es legal) para terminar con su dolor.
La preocupación de los libertarios sobre el tema es otra. El sistema de Salud de Canadá es completamente público; la muerte asistida depende, después del fallo de la Corte Suprema, de la decisión de un juez. Que se forme una larga fila de gente solicitando eutanasia, que el retraso judicial para tomar decisiones termine siendo tan insensible como la negativa a terminar con una vida de dolor, debe ser un punto a considerar. La decisión de terminar con la propia vida, aunque reglamentada, debe ser, fundamentalmente, un asunto privado, una decisión propia que el Estado no debe entorpecer.
Nada tenemos más seguro, desde que nacemos, que la muerte. Si el suicidio, en la mayoría de los países, no es delito, mucho menos lo puede ser una decisión tomada concientemente y ante circunstancias inapelables. Es el ejercicio supremo de la Libertad personal: por más preciosa que sea la vida, el derecho a la dignidad propia y a decidir terminarla, cuando esta vida es irremediablemente insoportable en términos físicos, tampoco tiene sustitutos.
Y sobre las preocupaciones de la “pendiente resbaladiza” ninguno de los casos en los que la terminación voluntaria de la vida en circunstancias extremas es legal (Bélgica, cinco estados de EE.UU., Suiza, Holanda, Luxemburgo, España) ha derivado en permitir muertes masivas por causas fútiles, aunque estas las legislaciones tienen diversos grados de intervención —una intervención que no debería ir más allá de la evaluación del caso y la aprobación de rutina.