EnglishConfieso —para ir a contracorriente— que nunca me ha gustado mucho Benicio del Toro. No lo vi en Che, que fue reseñada en esta misma sección con entusiasmo; me parecía demasiado cómodo, encasillado en el papel de malo de Traffic, o el abogado drogadicto de Fear and Loathing in Las Vegas.
Mis estereotipos sobre el actor puertorriqueño cambiaron, sin embargo, la semana pasada. Y no es porque en Escobar: Paraíso Perdido, Del Toro no interprete al típico narcotraficante; es por cómo encarna a un Pablo Escobar en trance de entregarse a las autoridades en 1991 y desencadenar una orgia de sangre, una de las tantas a lo largo de su carrera criminal.
La primera película como director del actor italiano Andrea Di Stefano, lanzada a las salas de cine en Estados Unidos en enero (en España en noviembre, y en América Latina entre febrero y marzo) no será, con toda seguridad, un éxito comercial. Para comenzar está, prácticamente en su totalidad, hablada en español; juega, durante sus exactamente dos horas, con el flashback y el flashforward; y cuenta una historia difícil y fragmentaria, el tránsito de Escobar de político respetado (con una senaduría) hasta que se entrega para ingresar a la cárcel, pasando por otro hito dramático en su historia —historia de Colombia entre los 70 y los 90 —: El asesinato, ordenado por él, de Rodrigo Lara Bonilla, el ministro de Justicia, en 1984, que desató una prolongada ola de violencia del narcotráfico en el país suramericano.
Aunque el personaje principal es, por supuesto, Escobar, la película se cuenta a través de Nick (Josh Hutcherson), un joven surfista canadiense que llega a una playa del Caribe colombiano, y se enamora de María (Claudia Traisac). Hutcherson, que encarna bien roles de joven inocente desde que representa a Peeta Mellark en la serie Los Juegos del Hambre, está siguiendo a su hermano, Dylan (Brady Corbet) y su cuñada Ana Girardot, en busca del Paraíso Perdido. Estos cuatro personajes son de ficción, no parte de la verdadera biografía del narcotraficante.
Nick y Dylan se dan cuenta de que Colombia no es Canadá cuando son amenazados por maleantes locales, que terminan ahorcados y quemados cabeza abajo, mandados a asesinar por “Papá Pablo”. Un Escobar (Del Toro) que jamás levanta la voz, que siempre habla (magistralmente) en el tono cadencioso de los paisas (nativos de Medellín); que muestra, en definitiva, el aterrador atractivo que ejerce una cobra sobre una cobaya, tanto ante la cámara como con los personajes a su alrededor (“¿consumes drogas?” le pregunta Escobar a Nick cuando María los presenta; ante la respuesta negativa del canadiense, le dice: “bien, bien. He visto hombres destruidos por la droga”).
María, a su vez, se da cuenta de que su tío no es el hombre bueno, que “trafica cocaína, el producto nacional” (como le dice a Nick en una fiesta en la mansión de Escobar, en la playa) sino un monstruo capaz de asesinar a cientos, o miles de personas, en el momento en el que Escobar envía a Nick a cumplir con un encargo al que también dirige a decenas de otros hombres: Esconder en varias cuevas su inmensa fortuna, en la víspera de su entrega en la cárcel de Envigado, conocida como “La Catedral”, que él mismo mandó a construir como parte de un acuerdo con el Estado colombiano. Una prisión con helipuerto, discoteca y jacuzzis, en la que estuvo hasta que se aburrió y de la que se fugó por vía aérea.
Contar más es contar el final de la película, y no es la intención, porque realmente vale la pena verla: Por su energético guión, y por la disección, casi quirúrgica, que hace sobre el crecimiento de la violencia del narcotráfico en Colombia. Quizás el “Paraíso Perdido” es el propio país, que pasó de celebrar y admirar a sus narcotraficantes a temerles, y finalmente, a ¿derrotarlos? en dos décadas de terror cotidiano.
Nada mejor que una mirada inocente como la de Dylan y Nick para contar este auge y caída, sin, por cierto, el típico estereotipo del “gringo” buscando el paraíso en Latinoamérica, a pesar del título; y aunque falta aún el capítulo más negro en la vida de Escobar (su fuga de Envigado, y su muerte en el tejado de una casa de comuna en Medellín, luego de cientos de asesinatos más), quien no conozca demasiado sobre el narcotraficante también podrá entender su historia.
Se han escrito docenas de libros sobre Escobar (a quien Del Toro interpreta con tanta maestría que hasta se convierte en el hombre obeso, barbudo y desesperado que era el narcotraficante cuando se vio cercado). En lo particular, el que a mí más me ha gustado es La Parábola de Pablo, del periodista Alonso Salazar J., porque muestra, como lo hace Escobar: Paraíso Perdido, la dicotomía entre el hombre de familia aparentemente amoroso, entre el protector de las comunidades pobres, y el asesino sin escrúpulos capaz de matar a todos los que tiene cerca.
La película es honesta contando todas las aristas de Escobar: hay una impactante escena final, en la que, llegando al campo de fútbol en el que se va a entregar, lleva una caja llena de dólares, y avanza lentamente, entre cientos de personas, repartiéndolos a través de una rendija de la ventana.
Es el tremendo poder corruptor, a todo nivel, de fortunas desproporcionadas, construidas al margen de la Ley, que continúan operando en Latinoamérica, y siguen siendo alimentadas por una guerra perdida, la Guerra contra las Drogas. Solo que ahora no tienen, como tuvo Pablo Escobar, la intención de apoderarse también de la política.
O quizás ya ni siquiera haga falta.