No falta nunca quien vea a la prostitución como un tema jocoso, que despierta – además del aparentemente obvio morbo – miles de chistes, todos gastados hasta el hartazgo, y aun así, las mismas bromas no parecieran morir jamás.
En las calles de La Habana (tan gastadas y faltas de innovación como los chistes) hay un grupo creciente de mujeres que no reirían ante ninguna de estas gracias. Las hay en toda Cuba, es clarísimo, pero cuando la capital recibe más turistas que el resto de la isla sumada, la concentración es fácilmente entendible.
Ellas son las prostitutas, las jineteras. A pesar de estar por todos lados, nadie sabe exactamente cuántas son – el castrismo no permitiría jamás tal cosa – y sus edades varían: algunas son poco más que niñas, otras tantas peinan ya canas.
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La prostitución es tan vieja como las distintas civilizaciones, y en todas ellas, sin importar cuán diversas, ha florecido – incluso desde la ilegalidad.
La prostitución no nació con Cuba (ni con la de los Castro, ni con la de Batista) pero sí ha tenido una relación de amor-odio con las isleñas. En un país castigado por la corrupción primero, y luego por las miserias del comunismo (incluyendo la corrupción, que no pudo escapar a Miami) la prostitución es un método de supervivencia por demás humillante, pero tristemente válido.
En un mundo realmente libre no hay tiempo ni espacio para los discursos pseudo-moralistas. Toda persona – mujer u hombre en edad adulta – debería ser libre de hacer cuanto quiera con su cuerpo, desde tatuarlo hasta comerciarlo.
Cuba, claro está, representa cualquier cosa – menos una: libertad. Y una cosa es querer, otra muy distinta es ser obligado por las circunstancias a hacer algo que no nace en lo más hondo de la voluntad humana. En tal contexto, cualquier acción es potencialmente una tortura.
A la Cuba castrista siempre le avergonzó haber sido el “prostíbulo de Estados Unidos”. Los casinos y las putas van (incluso hoy) a menudo de la mano, y a Batista le constaba.
Llegaría 1959. Llegaría la “revolución” que lo cambiaría todo. La prostitución (maña y consecuencia del capitalismo, según el “orador en jefe” y otros tantos intelectuales ignoran cuánto ignoran) no sería tolerada en este nuevo mundo. Todos los ciudadanos de la isla tendrían acceso a educación gratuita y no habría necesidad alguna de intercambiar sexo por un puñado de dólares.
Como siempre, la realidad es más compleja que la teoría. El papel en el que están plasmadas desconoce la naturaleza humana (o la subestima o la ignora). La prostitución sobrevivió a la revolución y tomó nuevas formas: ya no era sexo por dinero, sino sexo por poder. Y así fue por décadas: ser la amante de un “revolucionario” traía consigo grandes ventajas para una mujer en una isla aislada del mundo moderno.
Cayó entonces la Unión Soviética y las prostitutas volvieron a preferir el dólar. En ese período de tiempo, las cubanas sí tendrían el prometido acceso a la educación. Y Cuba se convirtió en un país de ingenieras, docentes y médicos… que también eran prostitutas.
No hay exageración alguna, hasta el difunto Fidel Castro tuvo el descaro de bromear al respecto: “las nuestras son las prostitutas más cultas del mundo”.
En Venezuela la situación no es en absoluto distinta. El hambre tiene siempre la última palabra, y para muchas venezolanas, la solución (oscura, dolorosa y, deseablemente, pasajera) ha sido la prostitución.
Ahora bien, ni en Venezuela ni en Cuba se puede contar con los clientes locales. Son países robados, fundidos, sumidos en las peores consecuencias de un sistema fallido: censura, tortura, pobreza extrema y tantos otros males del comunismo.
Mientras en La Habana esperan turistas, a las prostitutas venezolanas les ha resultado mejor emigrar a la vecina Colombia. En la frontera, hasta hace poco más de un año, las prostitutas eran colombianas con alguna que otra excepción. Hoy la excepción son las colombianas, lo que ha generado interminables disputas entre trabajadoras sexuales.
Las prostitutas venezolanas ofrecen servicios más baratos que sus colegas colombianas, y basta una buena noche para alcanzar el salario mínimo en Venezuela (poco más de sesenta dólares americanos).
El silencio que rodea a la realidad de estas mujeres es por demás macabro. Sin embargo, nadie marcha por las prostitutas obligadas del comunismo latinoamericano. Nadie reclama su amparo. Nadie ve la miseria de sexo por jabón, por carne, por desodorantes.
Quizás sea entonces la soledad y el olvido – y no la prostitución – el peor legado del comunismo hacia las mujeres. Y eso deriva, por decir lo menos, en una hipocresía imperdonable.