La semana pasada la compañía Mattel anunció que a partir del próximo año su línea “Barbie” lanzará a la venta una edición de la famosa muñeca con hijab, como parte de su programa “Shero”.
La cara visible de la campaña es la esgrimista estadounidense Ibtihaj Muhammad, la primera mujer en la historia en competir en las Olimpíadas usando el característico velo musulmán. La firma declaró en su cuenta de Instagram que la deportista inspira a chicas y mujeres de todo el mundo a romper barreras.
Por su parte, Muhammad afirmó, en medio de una evidente excitación, que a partir de ahora las niñas podrán jugar con “una Barbie que elige usar hijab” y confesó que cumple un sueño de la infancia.
La última vez que eché un vistazo, “Barbie” luchaba por su supervivencia en un mundo que vivía con el “empoderamiento femenino” entre los labios. La famosa muñeca imponía – argumentaban – estándares de belleza no realistas e inalcanzables para la mujer promedio. Aparentemente, “Barbie” era un símbolo de opresión y tiranía que de alguna manera lograba formatear la psiquis femenina y su mera existencia nos llenaba de complejos a muy temprana edad, al igual que todo personaje de Disney.
En un intento de reinventarse -que deriva en una ironía absoluta- “Barbie” se liberó y se puso hijab. “Barbie” cambió la opresión occidental del 90 – 60 – 90 por otra opresión, la religiosa, que la obliga (sí, obliga) a taparse el cabello y a cubrir su cuerpo casi en su totalidad, según el grado de ortodoxia.
El movimiento comercial de Mattel es comprensible: en tiempos de discursos inclusivos apuesta por la representación de cada mujer del planeta, cada una con sus características étnicas (más o menos pigmentación, más o menos caderas o más o menos altura). Es una decisión empresarial válida y hasta respetable.
Ahora bien ¿debe el extremismo religioso ser retratado tan a la ligera? ¿No va tal postura en contra del empoderamiento que exige el feminismo moderno? Y a todo esto ¿dónde están las feministas? ¿Nadie clama por la “Barbie” oprimida por un machismo religioso tan fundamentalista que cree fervientemente que exhibir su cabellera es una especie de alta ofensa?
Al respecto, se deben realizar varias consideraciones.
La primera, sería cuestionarnos si un objeto inanimado de fines meramente lúdicos debería tener un impacto (¡de trauma!) en nuestras vidas. Si elegimos darle a un juguete el poder de crearnos complejos, mejor es resignarnos a cubos de Rubik y rompecabezas.
La segunda, es poner en tela de juicio la extensión de la inclusión. ¿Está bien incluir a la intolerancia y al extremismo sólo para jactarnos de nuestro multiculturalismo?
Estas líneas no pretenden tener carga religiosa alguna ni esperan, por lo tanto, despertar admiración en quienes creen que todo musulmán es terrorista. Tales afirmaciones son muestra de ignorancia y de pereza moral e intelectual.
Sin embargo, negar el machismo crónico anclado en el corazón del Islam serían también síntomas del mismo mal -sobre todo del segundo. Es justamente por ello que el reclamo feminista brilla por su ausencia.
Vivimos un momento de la historia en el que todo, casi sin exagerar, es evidencia de represión machista. En tal coyuntura que aparece una “Barbie” con hijab y nadie levanta una ceja. ¿En verdad no resulta sospechoso, o al menos contradictorio? ¿O no será que nuestra corrección política obnubila nuestro juicio?
Las feministas deberían saber que nadie elige usar hijab, no en el mundo musulmán real. En Irán, por nombrar sólo un ejemplo, las mujeres (esas que sí procuran empoderarse) realizan distintas campañas para liberarse del velo. En Occidente, lo metemos en las jugueterías.
Es muy fácil confundir tradición (sobre todo la que implica castigos) con decisión. ¿Cómo sé si estoy decidiendo usar hijab o no? Pues bien, si no usarlo se traduce en una represalia social (exclusión familiar, discusión marital, ostracismo, etcétera) o, peor aún, si hay consecuencias legales en mi accionar (si el Estado puede usar su fuerza en mi contra) lo más probable es que no haya nada voluntario en mi supuesta elección; sino que se trate de un simple adoctrinamiento. Es en esta realidad en la que se desenvuelven millones de mujeres en el planeta y por las cuales nadie marcha, nadie habla, nadie exige. Es simplemente una manifestación más de una cultura que “debe” ser respetada, como el matrimonio infantil.
La hipocresía feminista duele, reprime y mata. ¿Qué mensaje elegiremos dar entonces a nuestras niñas? ¿Las alentaremos a jugar con la “Barbie” con hijab, sumisa a caprichos religiosos de origen masculino o esta vez les diremos que es sólo un juguete, que no hay razón por la cual escandalizarse tanto? ¿De qué lado de nuestra conveniencia nos pararemos ahora? ¿Con qué autoridad hablaremos de libertad cuando aceptamos esconder nuestro cabello porque un grupo de hombres gritones en el medio del desierto lo considera blasfemia? ¿De qué manera es esto mejor que aceptar cánones de belleza irreales?
Que la corrección política llegó para quedarse no es novedad. Detrás del dogma se esconden la injusticia y la censura. De nuestro espíritu crítico depende la libertad de las futuras generaciones.