No bastaría un artículo para enumerar los beneficios de la globalización. Desde significativas aperturas de mercado a la democratización de ideales, un mundo “más chico” y conectado nos ha aportado una grandeza intelectual (y económica) jamás vivida en la historia.
No obstante, la globalización no trajo solamente virtudes consigo. La infantilización emocional de la sociedad es hoy una de las amenazas más urgentes de la actualidad a nivel mundial. En el despertar del siglo XXI, una ofensa pasajera vale tanto como un argumento racional y sesudo, y hay quienes no notan la diferencia entre tener opiniones propias y tener hechos propios.
En este contexto, y promovidos por la web Varones Unidos, los argentinos Agustín Laje y Nicolás Márquez pretendieron dar una serie de conferencias en Uruguay como si se tratase de un país pluralista y tolerante.
De más está decir que su presencia en la nación charrúa desató inmediata polémica y despertó más de un intento de censura.
Laje y Márquez son co-autores de “El libro negro de la nueva izquierda”, en el que expresan su posición respecto a la ideología de género y al movimiento “feminista” moderno, entre otros tópicos.
A pesar de la protesta y presión de grupos LGTB y distintos dirigentes del oficialismo, los autores agotaron las ubicaciones disponibles en la sala de conferencias de la Cámara de Representantes. Sin embargo, otro evento (esta vez en la Universidad de Montevideo) fue cancelado a último momento. Al respecto, Agustín Laje comentó en Twitter que se trataba de “censura”, y afirmó que tanto él como Márquez estarían de todos modos presentes en las afueras del predio universitario para “charlar con la gente”.
En más de una oportunidad he dedicado párrafos a demostrar que la izquierda no comprende holísticamente a la libertad, y los sucesos de esta semana de abril no hacen más que reafirmar lo expresado.
Un país pluralista da espacio a todas las voces, independientemente del potencial grado de acuerdo o desacuerdo con las mismas – que no es (no debería ser) más que un simple detalle. Y además de dar y defender la expresión de todos, es también menester que los distintos puntos de vista se expresen en similitud de condiciones. Permitir a mis amigos dar una conferencia en un hotel cinco estrellas con vista al mar y enviar a mis enemigos ideológicos a una fábrica abandonada de tabaco sería altamente perjudicial para la república. Esto último, de hecho, no sería siquiera república.
La izquierda no logra tampoco definir lo que la tolerancia realmente es e implica. Si un individuo o institución tolera solamente a sus semejantes, no estamos hablando de tolerancia sino de simpatía. Uno debe “tolerar” al otro justamente porque es significativamente diferente, no porque uno prefiere el helado de fresa y otro, el de vainilla.
Tolerar es, en efecto, aceptar que el otro puede manifestarse públicamente en mi perjuicio. El otro puede herirme, puede ir en contra de todo aquello que yo creo correcto y beneficioso, y aún así es cien, mil veces preferible a la censura y a toda manía totalitarista.
Aquí cabe destacar un aspecto esencial en el debate de la tolerancia: mientras que muchas corrientes autodenominadas “progresistas” callarían por siempre al liberalismo si tuvieran los medios u oportunidad, el liberalismo no pretende hacer lo mismo con la izquierda. Los liberales apostamos por un mundo en el que cada individuo se incline libremente hacia el liberalismo por el simple hecho que es más racional y justo. Lo opuesto (la censura) no sólo va en contra de los pilares liberales, sino que es también contraproducente.
La izquierda debe asumir que si acepta que censurar en determinadas ocasiones es prudente, mientras que en otras es un acto dictatorial, entonces la izquierda es pro-censura. Y aquí no hay figura de “discurso de odio” que valga: si el comunismo y sus 100 millones de víctimas son un hecho de odio que el progresismo puede avalar, también lo deberá ser cualquier crítica al “feminismo” y distintas tiranías colectivistas.
Es fácil creer que el autoritarismo es algo que sucede a otros, que no estará nunca en la puerta de nuestra casa. Es hora, no obstante, de estar atentos: las señales están allí, acumulándose, reproduciéndose. A fin de cuentas, el autoritarismo no pedirá permiso para invadirnos. Entrará subrepticiamente, de a poco, por la ventana, una cálida tarde de abril.