El 20 de Noviembre se conmemoraron 106 años del inicio del conflicto armado más relevante en la historia contemporánea de México y que estableció las bases socioeconómicas sobre las que posteriormente se refundaría el país: la Revolución Mexicana.
La historia oficial ha tendido a simplificar el conflicto a una batalla entre buenos y malos. Según esta pueril versión de lo ocurrido, Porfirio Díaz era un dictador que tenía sumergido al país en una profunda miseria y la revolución estalló por un grupo de valientes ciudadanos que, hartos de esta situación, decidieron levantarse en armas para hacerle frente al régimen.
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La verdad es que, durante el período de Porfirio Díaz, si bien existía una tremenda desigualdad y situaciones de pobreza que eran alarmantes, también se vivía un clima de estabilidad y progreso económico que sería injusto olvidar.
La Revolución fue, como cada conflicto armado en la historia de la humanidad, una batalla a muerte por el poder. Una lucha encarnizada entre algunos generales y caudillos que buscaban a toda costa imponer sus reglas y condiciones al resto y fue, sobre todo, una historia de muerte y traiciones.
Cada general que surgió como figura pública durante esa época fue asesinado, emboscado, traicionado, envenenado o ajusticiado por quienes en algún momento se dijeron ser sus amigos y leales compañeros de batalla. Por eso es que no deja de sorprender que muchos vean a esta revuelta como símbolo de heroísmo e identidad nacional.
Después del período de guerra, guerrillas y matanzas se alcanzó cierta estabilidad con la promulgación de la Constitución de 1917 que tuvo lugar en la ciudad de Querétaro y que permanece vigente hasta nuestros días.
Pero, quizá la herencia ideológica más importante que nos dejó la revolución como país es una extraña obsesión por la “justicia social”.
Desde Emiliano Zapata hasta los políticos de hoy en día y pasando por prácticamente cada gobernante y representante que hemos tenido en nuestra historia contemporánea se han dedicado a vendernos la idea que están trabajando en pro del “pueblo”, de la “igualdad”, del empoderamiento de los “oprimidos” y en contra de la oligarquía opresora representada principalmente por empresario (los nuevos hacendados) explotadores; sin importar si son nacionales y extranjeros.
El ente político que ha adoptado este discurso a lo largo de los años históricamente a la perfección es el Partido de la Revolución Institucional que, desde su nombre hasta lo más profundo de sus raíces ideológicas, se ha convertido como organización en una oda al populismo y está pensado en llegar a los corazones y a los bolsillos de la gente a través del supuestamente heroico y sentimentalista discurso revolucionario.
Con el PRI en el gobierno se vivieron durante 70 años lo que Vargas Llosa calificaría como “la dictadura perfecta” en la que era un solo partido el que ostentaba todo el poder político del país, apoyado por los grandes sindicatos y grupos de interés. Irónicamente, la Revolución Mexicana, en su afán de derrocar un régimen, terminó por crear otro mucho más perdurable y peligroso, ya que no recaía en la figura de una persona, sino que sutilmente se apoyaba en el ideario y el estilo de vida de la población entera.
Esta obsesión por el ambiguo concepto de “justicia social” también nos ha llevado a fomentar y perdurar el eterno discurso de victimización del mexicano. La culpa de la pobreza, la ignorancia y el estancamiento en general del mexicano siempre es de alguien más y nunca propia; ya sea del sistema económico mundial, del empresario explotador, de los Estados Unidos o del gobierno en turno.
La obsesión por la historia oficial y el encumbramiento de estos personajes revolucionarios han provocado que el mexicano promedio siga esperando a un nuevo Zapata o a un nuevo Villa que, a través de una especie de revolución moderna, venga a solucionar los problemas a los que se enfrenta día a día y evidentemente eso no sucederá.
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La historia oficial, al intentar vendernos la idea de que la Revolución fue un movimiento heroico y lleno de valores deseables para la sociedad, implícitamente transmite un mensaje de que para ser revolucionario es necesario tomar lo que se quiere por la fuerza, que el levantamiento en armas, el asesinato a mano armada, la traición o la imposición de creencias a terceros se justifica cuando las cosas no van de la forma en que creemos mejor para nosotros.
Los tiempos han cambiado, el mundo ya no es el mismo y hoy gozamos de facilidades que hace apenas 100 años eran impensables. El acceso a la educación, a la información o a las telecomunicaciones han cambiado por completo la forma en que concebimos el mundo y nuestro día a día.
En este contexto, la bandera de la “justicia social” debería quedar obsoleta porque se ha demostrado históricamente que no es más que una utopía utilizada por algunos cuantos para justificar sus atropellos a las libertades individuales y sus carreras políticas.
En el mundo de hoy no podemos seguir sosteniendo los mismos estandartes que hicieron nuestros antepasados hace 100 años, y menos después de analizar las consecuencias que estos han tenido en nuestras sociedades.
Es verdad que seguimos necesitando de revolucionarios, pero de una nueva generación. Hoy en día para ser revolucionario no hace falta levantarse en armas ni derrocar por la fuerza a gobiernos, basta con abrir nuestra mente a la búsqueda constante de la verdad, tratar de estar informados y comprender que es lo que realmente sucede en nuestro entorno para poder buscar formas de salir adelante por nuestros propios medios.
Encontrar alguna actividad que te haga crecer como persona, dedicarse a lo que te gusta, generar riqueza y empleos para los demás, buscar la satisfacción de tus deseos y necesidades en base a tu propio esfuerzo y trabajo y, en resumen, respetar la vida, la propiedad y la libertad de los demás son verdaderos actos revolucionarios que hoy en día podrían cambiarle la cara a nuestro país para bien.