Nota del editor: Lea aquí las partes uno, dos, cuatro, cinco y seis de esta serie de seis reportajes.
Denegación de justicia: La traición a la fiscal Gilda Aguilar
EnglishMiércoles, 22 de agosto de 2012, 10 p.m. —En una carretera montañosa de las tierras altas del noroeste de Guatemala, un auto se desplazaba rápidamente sobre el asfalto, en la noche oscura.
Gilda Aguilar, una fiscal del Ministerio Público de Guatemala, corría hacia su casa, a ver a sus dos hijas adolescentes. Otro abogado, amigo de Gilda, manejaba; y un joven oficial de policía, Samuel González, era el guardaespaldas de la fiscal.
Luego de repetidas amenazas contra ella por parte de la milicia fuertemente armada a la que investigaba, Gilda había solicitado protección personal. El despacho en el que trabajaba no había sido diligente; fue el ministro del Interior el que finalmente, ese mismo día, había enviado un funcionario para que cuidara de ella.
El auto se detuvo. Un obstáculo bloqueaba el camino. A través de la bruma, los ocupantes del carro vieron una gran pila de rocas iluminadas por los faros del vehículo. Cuando el conductor intentó retroceder, comenzó el tiroteo —balas de alto calibre impactando en la cabina del vehículo.
Samuel saltó del auto y se dirigió hacia la barricada, disparando, mientras Gilda y el conductor lograban dar la vuelta y arrancar en dirección opuesta.
Llovía y la temperatura, en la alta montaña, estaba por debajo del punto de congelación. Gilda, manteniéndose cerca del suelo, gateó a través de la maleza. Samuel había sido herido, pero continuó disparando.
Los atacantes hicieron alto el fuego. ¿Se habrían ido, o solo intentaban un engaño mientras esperaban?
Gilda portaba prendas ligeras; no se había vestido para gatear en la hierba congelada. Estaba mareada por la diabetes que padece. Se esforzó por respirar, pero no podía pedir ayuda; los asesinos podrían escucharla y rematarla.
Después de esperar todo lo que pudo, usó su teléfono para llamar a su jefe, el fiscal del distrito. Respondió, escuchó su reporte y prometió enviar ayuda inmediatamente.
Pareció pasar otra vida completa.
Esos fueron momentos muy difíciles para mí. Sentí la muerte muy de cerca. Estaba segura de que mi escolta había muerto. Él pensaba que nosotros dos estábamos muertos en el auto.
De pronto, policías y soldados invadieron la escena. Encontraron a Samuel con una herida cerca de sus ingles; Gilda y su amigo estaban en shock.
Gilda se sentía segura de saber quién le había disparado.
Marzo de 2012, provincia de Huehuetenango, noroeste de Guatemala. —La provincia estaba sacudida por la agitación. En el pueblo de Santa Cruz Barillas, una milicia atacó la propiedad de una compañía hidroeléctrica.
1 de mayo de 2012 — Luego del asesinato de un hombre de la localidad, tiradores de la milicia lanzaron una campaña de violencia a través de toda la provincia. Atacaron un puesto del Ejército, robaron municiones y golpearon a los soldados. Incendiaron un hotel en el que empleados de la compañía hidroeléctrica se habían quedado. Incluso obligaron a una suspensión de una fiesta patronal, proclamando que mientras la gente sufriera, nadie tenía porqué disfrutar.
La situación fue lo suficientemente mala como para que el presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, declarara el Estado de Emergencia. Cuando un equipo del Ministerio Público investigaba en la zona, la milicia lo secuestró por varias horas y los forzó a destruir evidencia.
Se emitieron órdenes de arresto contra 23 sujetos por estar involucrados en el ataque inicial. Gilda Aguilar, fiscal en Huehuetenango, fue comisionada para ejecutar estas órdenes. Parte de su trabajo era de coordinación con las Fuerzas Armadas, cuya tarea era establecer un perímetro. El comandante de esta operación, un coronel, le dijo a Gilda que su jefe —quería decir su jefe de última instancia, la fiscal general— quería que la operación fracasara. La declaración la aturdió.
El equipo de Gilda arrestó a solo dos de los 23 imputados. Uno de ellos, Jaime Leocadio Velázquez, quería hablar sobre la milicia —Comité de Unidad Campesina, CUC—. Era la primera vez que Gilda oía algo con sustancia sobre este grupo.
Gilda asentó las declaraciones de Jaime Leocadio como sigue:
La milicia del CUC forzó a campesinos a tomar parte en manifestaciones que hacían ver que aparentemente estos apoyaban al CUC. Digo “aparentemente” porque en realidad los manifestantes fueron coaccionados.
De acuerdo con Jaime Leocadio, a cada persona se le pagaban cien quetzals por acudir a las manifestaciones (US$13, un día completo de salario o más). El que no asistiera era obligado a pagar 100 quetzales al CUC.
Quien no pagara debía contribuir al “servicio comunitario”. El que no cumpliera con este servicio era golpeado, y se le decía que a sus hijos se les impediría asistir a la escuela.
Esas eran las penalidades por no apoyar a organizaciones que se autodenominan “grupos de derechos humanos”.
Esta evidencia era aún más condenatoria que la destrucción de propiedad, los incendios intencionales, los robos o los secuestros. Era coerción en escala masiva —el imperio de la fuerza sobre las comunidades, la subversión de la vida individual y colectiva.
Después de más investigaciones, Gilda puso a Jaime Leocadio en el banquillo de los testigos, frente a un juez. Y también solicitó a este juez emitir diez órdenes de arrestos adicionales para personas asociadas a las actividades del CUC.
Nunca supuse que desataría una ola de violencia contra mi misma por parte de la jefa del Ministerio Público, Dra. Claudia Paz y Paz.
Huehuetenango, 2 de agosto de 2012. Fueron esas órdenes de detención las que llevaron a la fiscal general y a la secretaria general del Ministerio Público a nuestra oficina en Huehuetenango, donde me reprendieron y exigieron una explicación por esas órdenes.
Yo quería explicarle a la fiscal general que mi agenda no era política; que era una fiscal con la obligación de hacer cumplir las leyes y aplicarlas equitativamente.
Enormemente irritadas, y sin conocer el fondo de los casos, ella y su secretaria general me dijeron que las órdenes no eran legales. Dijo que cualquier cosa que pasara en esta investigación, debía ser consultada con el Ministerio Público antes de que yo tomara ninguna acción.
Eso, para mi, era completamente ilegal, ya que como fiscales estamos obligados por la ley y cuando se cometa cualquier crimen debemos tomar acciones sin consultar a ninguna autoridad superior (el énfasis es de la fiscal).
La fiscal general y su secretaria instruyeron a otro fiscal para que cancelara las órdenes de arresto, y para que se declarara inválido el testimonio de Jaime Leocadio.
En algún punto de la discusión a gritos, Paz y Paz le dijo a Gilda: “Tu me has creado un problema. El alto comisionado está pidiendo explicaciones”.
“¿Qué rol desempeña esa persona en nuestro Ministerio Público?” Le preguntó Gilda a la ministra.
“Él espera que los grupos de derechos humanos sean tratados con consideración”, dijo Paz y Paz. “Cuando se acuse a esos grupos, hay que tener mucho cuidado”.
Los anfitriones actuales de Paz y Paz en la Universidad de Georgetown deberían prestar especial atención a estas frases; porque en ellas, Paz y Paz revela la estructura gobernante del país.
El “Alto Comisionado” es el mismo funcionario de la ONU que había hecho que el anterior fiscal general fuera despedido, pavimentando la llegada de esta. Una persona diferente era ahora el alto comisionado, pero la estructura de autoridad es la misma.
Uno de los trabajos de Paz y Paz como fiscal general era oponerse a los aparatos ilegales de seguridad del Estado. Era también una labor del funcionario de la ONU, cuya “Comisión Internacional Contra la Impunidad” se había convertido, por un acuerdo con Guatemala, en parte del Gobierno de ese país.
Algo diferente estaba en marcha. Mediante la gestión de Paz y Paz, las Naciones Unidas trabajaban para imponer un orden puesto de cabeza en Guatemala. El mismo CUC al que defendía Paz y Paz, y algunos de los matones a los que trataba de imputar Gilda Aguilar, habían, de hecho, sido una facción del EGP, el Ejército Guatemalteco de los Pobres, al cual se habían unido familiares de Paz y Paz durante el conflicto armado de la nación.
Para la neófita política, pero brillante observadora fiscal Aguilar, el CUC y su protectora, la fiscal general, simplemente se habían delatado. El CUC no era un defensor de los derechos humanos, sino un perpetrador contra las libertades públicas; en efecto, era, precisamente, el tipo de aparato ilegal de seguridad del Estado que se suponía estaban combatiendo Paz y Paz y la ONU. Pero ahí estaba, operando libremente bajo la protección de Paz y Paz.
Otra de las misiones de Paz y Paz en su cargo era ayudar a la reconstrucción del país. Cuando tuvo una oportunidad de someter a un grupo que estaba oprimiendo a la gente más indefensa del pueblo, la fiscal general eligió la defensa de los opresores.
Para los promotores internacionales de Paz y Paz, como los directivos de Georgetown, una parte crucial de su mandato fue la defensa de los derechos de la mujer. Pero Paz y Paz fue una apisonadora contra Gilda Aguilar en su reunión del 2 de agosto.
El 3 de septiembre de 2012, en Berkeley, California, la estación Pacifica Radio KPFA, en un extenso reporte de siete minutos, se convirtió en el primer medio fuera de Guatemala en desarrollar la historia (escuchen el audio abajo). Una fiscal del Ministerio Público había sufrido un atentado —y la jefa del despacho, la fiscal general, no había levantado un dedo para defenderla.
La saga de la laureada de Georgetown, la supuesta cruzada de la justicia, los derechos humanos y de las mujeres, apenas comenzaba.
Reporte sobre Guatemala de Radio KPFA del 3 de septiembre de 2012 (siete minutos).