Casi con seguridad, a menos de que ocurra un “milagro” imprevisible (como el reciente 1 a 0 de México a Alemania en el Mundial Rusia 2018), el próximo 1ero. de julio se oficializará el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales mexicanas. Así lo indican todas las encuestas, sin excepción, que a pesar de las discusiones respecto a que sobrestiman la preferencia por López Obrador, no sugieren un ajuste mayor en la posición final de los candidatos presidenciables.
Muy probablemente López Obrador también obtendrá la mayoría en el Congreso, a través de la coalición que lo apoya, aunque aún no es posible saber la magnitud de dicha mayoría en sus dos cámaras, pero se antoja difícil que sea una mayoría de dos terceras partes de las curules, lo que le dificultará iniciar cambios constitucionales para revertir muchas de las reformas fundamentales de los últimos 30 años. De igual manera, probablemente ganará entre cuatro y seis de los nueve gobiernos estatalesen juego, incluyendo la estratégica Ciudad de México.
Este desolador panorama no debiera posponer la tarea de saber porqué sus rivales nunca tuvieron una real posibilidad de vencerlo. Posponerla solo hará que se contamine en la venidera “guerra civil” que ya se adivina dentro de PAN y PRI para asignar culpas y responsabilidades interesadamente, así como dentro de las coaliciones que cada uno encabeza, donde se buscará justificar fugas, defecciones y traiciones.
Creo que un primer elemento a considerar en la derrota de Ricardo Anaya (PAN) y José Antonio Meade (PRI), fue el discurso del “voto útil”: Ambos candidatos se concentraron tanto en desacreditarse y así obtener un segundo lugar que, supuestamente, les daría al final una avalancha de votos, que dejaron a López Obrador escaparse solo hasta la meta.
De ese modo, López Obrador pudo imponer los términos de la agenda pública y operar políticamente, mientras Meade y Anaya se desangraban en una pelea sin piedad, al final infructuosa. Hoy tal idea del “voto útil” es solo una estrategia para rescatar algunos puestos más en los congresos federal y estatales, pero ya no para obtener la Presidencia. Pero en ello al menos son consistentes: la estrategia de ambos siempre estuvo dirigida a ocupar el segundo lugar, nunca a ganar.
La pelea personal del presidente Peña Nieto con Ricardo Anaya sólo reforzó la mala orientación ya impuesta por el discurso del “voto útil” y, en tal sentido, puede hablarse de que fue otra de las causas de la derrota compartida.
Más allá del condenable uso de las instituciones del Estado para perseguir a un enemigo del presidente, lo políticamente impropio fue que Meade hiciera suya esa pelea personal y la impulsara como lo hizo, contraviniendo la tradición priista de que el candidato no heredaba los enemigos ni los problemas del presidente y que, incluso, en algún momento se desapegaba de él: el candidato representaba un nuevo comienzo, un dar vuelta a la página, atemperando conflictos y mostrando apertura y conciliación hacia los desafectos y rebeldes.
En los hechos, todo confluyó para animar una pelea a vida o muerte en el lodo, de la que el único beneficiario fue López Obrador, que incluso pudo darse el lujo de ofrecer impunidad a Peña Nieto, mientras Meade y Anaya se amenazaban con el encarcelamiento.
Dicha pelea impidió cualquier coincidencias en el ámbito de lo estrictamente político entre ambos candidatos y sus equipos, a fin de frenar a López Obrador, al menos en áreas geográficas específicas y redituables para ambos. Mientras panistas y priistas se afanaban en su destrucción mutua, López Obrador operó una “cargada” de oportunistas a su favor, propia de la época dorada del priismo.
El discurso del “voto útil” también llevó a creer en sus “cuarteles de guerra” que la única forma de ocupar ese ansiado segundo lugar era prometiendo dádivas, dinero, populismo a manos llenas. Así, ni Meade ni Anaya se diferenciaron en sus propuestas fundamentales y, peor aún, terminaron pareciéndose a López Obrador. En tal sentido, no hay motivo para culpar a los votantes por dejarse engañar por un populista como López Obrador, que nos estancará en la incompetencia y la corrupción: el elector simplemente fue racional en su decisión, quien por el mismo precio (su voto) optará por el producto original, no por sus malas copias.
Junto con un discurso indistinguible respecto al de López Obrador, ni Anaya ni Meade lograron elaborar otro que defendiera las reformas de los últimos 30 años (que PRI y PAN construyeron juntos desde 1988 y hasta la fecha) y ofrecieran continuarlas y profundizarlas: No hay en el discurso de ambos una sola propuesta propia de reforma estructural, de apertura modernizadora, de política liberalizadora.
Ni una sola propuesta que tratara al ciudadano con respeto, no como mendigo. Simplemente ambos se dejaron arrastrar y vencer por el discurso del populismo. Ambos fueron lo mismo que López Obrador, pero más caros. Y menos creíbles.
También Anaya y Meade perderán porque ambos adoptaron el mismo discurso de López Obrador de lucha contra la corrupción, creyendo que movilizaría también pasiones y adhesiones de una ciudadanía indignada por los escándalos protagonizados por el presidente Peña Nieto, sus funcionarios y los empresarios beneficiados por su régimen. Olvidaron que en sus bocas, tal discurso sería poco confiable: uno como ex alto funcionario de su gabinete, el otro como ex aliado fundamental en sus reformas. En términos electorales, sus palabras valieron poco y nada para un electorado indignado y harto.
Finalmente, el fragmentado estado de sus partidos y coaliciones será también fundamental en su probable derrota del próximo domingo 1ero de julio: Las divisiones y poca lealtad inspirada por uno y otro por la forma en que llegaron a sus candidaturas, y el poco oficio político para subsanarlas, seguramente se reflejarán en una baja movilización electoral de sus partidos y coaliciones, y en una débil adhesión de los legisladores y funcionarios locales triunfantes.
En los hechos, así se prefiguran los escenarios futuros en que se disputará el poder residual al interior del PAN y del PRI, así como el carácter y composición de la oposición realmente existente a López Obrador a partir del 2 de julio. En esos escenarios está por verse si Anaya y Meade tienen algún papel, siquiera secundario. El que hoy ninguno de los dos tenga un papel garantizado dentro de sus propios partidos, habla de la incompetencia y las malas decisiones que fueron su constante en toda esta campaña electoral.