Parece una película o una nueva serie de Netflix, pero fue real: durante diez años el chofer de Roberto Baratta, un alto exfuncionario argentino, anotó en varios cuadernos, con precisión y meticulosidad, cada uno de los millonarios sobornos que recibía dicho funcionario por parte de empresarios contratistas del ramo de la energía, sobornos que a su vez entregaba al entonces presidente Néstor Kirchner y, después, tras la muerte de este, a la presidente Cristina Fernández de Kirchner. Al anotar todo lo que veía y escuchaba (acompañándolo también con fotografías y videos), el chofer, Oscar Centeno, construyó una sorpresiva y enorme prueba de la trama de corrupción del kirchnerismo, del sistema para hacer negocios que se impuso por años entre el Estado argentino y sus contratistas.
Los cuadernos fueron revelados a la prensa y a la justicia hace una semana por un amigo del chofer, a quien se los dejó en resguardo, metidos en una caja de galletas. Son relatos cuidadosos y exactos de entregas, recibos y montos de sobornos. Escépticos, neutros, casi sin opiniones personales. Y con serias implicaciones sobre toda la estructura del Gobierno kirchnerista y potencialmente destructivas contra la propia expresidenta: según los cuadernos, Cristina Fernández cobró sobornos hasta apenas un mes antes de dejar el Gobierno, cuando ya Mauricio Macri era presidente electo. Y recibía bolsos con millones de dólares en su domicilio particular y en la quinta presidencial de Los Olivos, ataviada con trajes deportivos, ese atuendo favorito de Fidel Castro y otros ‘progresistas’.
El Cuadernogate o escándalo de Los cuadernos de las coimas, como ya se le conoce, ha causado la detención de varios exfuncionarios y de una decena de los principales empresarios argentinos, muchos de los cuales aceptaron ser informantes en la investigación judicial para evitar la cárcel o reducir sus condenas. Casi todos han señalado que los sobornos les fueron solicitados para financiar las campañas políticas del kirchnerismo.
Pero esta versión ya flaquea. En realidad, serían meros sobornos, coimas, sin eufemismos, que aceitaban un mecanismo grosero: los empresarios acordaban precios inflados en un 20 % en las obras públicas o negocios energéticos que concursaban, y se presentaban a las licitaciones, a sabiendas de quién ganaría o perdería cada contrato, repartiéndoselos equitativamente. En tanto, el Gobierno adjudicaba y pagaba un 20 % de adelanto de la obra o negocio. Ese dinero de los contribuyentes salía sin dilación de las cajas del Estado para terminar enseguida en manos de los funcionarios recaudadores, quienes lo trasladaban al jefe político de la banda. Una buena parte de ese dinero terminaría en cuentas bancarias, sociedades offshore, cajas fuertes y el pago de propiedades de los implicados y sus familiares.
El kirchnerismo en Argentina es inagotable en su capacidad de sorprendernos. El Cuadernogate es solo el último de una larga cadena de escándalos: ya otro funcionario, compañero de Baratta, responsable de la contratación de obras públicas, fue detenido tratando de enterrar millones de dólares y euros en un convento; el último vicepresidente de Cristina Fernández acaba de ser condenado a varios años de cárcel por querer apropiarse la imprenta de los billetes del Estado; la hija de esta está procesada por acumular millones de dólares en cajas de seguridad; sigue irresuelto el asesinato del fiscal que investigaba a la expresidente, junto con presiones e intimidaciones mafiosas contra jueces dictadas presuntamente por ella, mientras los procesos abiertos contra ella misma siguen acumulándose y profundizándose. Todo ello aderezado con detalles como la práctica de los Kirchner de no contar el dinero que recibían de sobornos, sino que solo lo pesaban (dada las enormes, inmanejables cantidades), el uso de los aviones presidenciales para transportar el dinero, la enfermiza obsesión de los Kirchner por las cajas fuertes, e incluso, rumores inconcebibles de que el mismo mausoleo del expresidente funcionaría como bóveda de seguridad.
Si algo deja en claro el Cuadernogate es que los implicados no fueron políticos que se corrompieron circunstancialmente, sino que son mafiosos que se hicieron con el poder político nacional por largos doce años con el beneplácito de los ciudadanos: baste recordar que los implicados fueron altos funcionarios de Nestor Kirchner desde su época de gobernador de Santa Cruz (1991-2003) y que Cristina Kirchner logró su reelección presidencial en 2011 con un abrumador porcentaje del 54 %, una de las votaciones más altas de toda la historia argentina. La corrupción no era un sistema en kirchnerlandia: era EL sistema.
Y todo esto fue posible usando al socialismo como mecanismo y cobertura lubricante. El mismo Nestor Kirchner señaló, durante un viaje a México, que “ser de izquierda da fueros”, impunidad. Así, el socialismo facilitó el atraco. Porque el socialismo es el poder absoluto de la economía en manos del Estado. Y todos sabemos que el poder absoluto corrompe absolutamente. Incluso, el socialismo, como la esclavitud, busca tomar la posesión más valiosa: a la propia persona, como puede ahora atestiguar Oscar Centeno. Así, el problema es el mismo socialismo, porque propende inevitablemente a la corrupción. Y no se puede ser honesto e íntegro en un sistema que en la práctica anula cualquier incentivo a la probidad, a la decencia y a la independencia, porque todo lo quiere controlar, centralizar, decidir, prever, dar seguridades y, en cambio, lo único que logra es, precisamente, corrupción para enriquecer a quienes deciden y a sus súbditos favoritos, y empobrecer a todos los demás.
Aún es temprano para prever cómo terminará el escándalo y sus posibles derivas. Como sabemos de escándalos similares, sus trayectorias suelen ser incontrolables, sus consecuencias imprevisibles y sus damnificados los menos esperados. Todo puede pasar. Incluido un cataclismo político como los sucedidos en EE. UU., Italia o México, espoleado por la imparable crisis económica del país. Quizá lo único seguro sea el aniquilamiento del kirchnerismo como opción político-electoral. En hora buena.
Hubo un tiempo en que decirse kirchnerista (o chavista o lulista o como fuera el apellido del mandamás de cada pandilla) tal vez quiso significar progresismo, solidaridad, revolución, derechos humanos. Hoy solo es sinónimo de robo, delincuencia organizada, saqueo sistemático a manos llenas, desvergüenza. Con suerte, esperemos que en adelante también sea sinónimo de político preso y en descrédito.