En estos días, México discute, negocia, ensaya, pone en escena el futuro que quiere. Por desgracia, ese futuro es el atraso respecto a sus reales potencialidades, cuando no el franco regreso al pasado.
Por un lado, en lo económico, las negociaciones para salvar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con EEUU y Canadá están en punto muerto, a pesar de la aparente buena noticia de haberse alcanzado un acuerdo bilateral entre México y EEUU hace unos días, que a la larga podría ser mero papel mojado.
Por otro, en lo político, el sábado pasado inició el viaje (al parecer sin retorno) al neo-autoritarismo mexicano: Ese día, tomaron posesión los nuevos legisladores, electos en julio pasado bajo la influencia del Tsunami López Obrador. Así inició lo que con propiedad puede llamarse el reinado presidencial de Andrés Manuel López Obrador; de ese tamaño es el poder que acumula y que en apariencia busca acrecentar aún más. Quizá hasta llegar al absolutismo despótico de los más recientes caudillos latinoamericanos.
Respecto al TLCAN, lo alcanzado hasta ahora es insatisfactorio, sólo atenuado por la alternativa de quedarnos sin TLCAN, lo que significaría una hecatombe para la economía mexicana. Hoy queda claro que lo negociado es claramente inferior al actual TLCAN: crea un nuevo Tratado hiper-regulado, con nuevas reglas que favorecen a las clientelas electorales de Donald Trump, que promueven un comercio lastrado y obstaculizado, politizado, más caro para el consumidor y menos competitivo, y por tanto, bastante lejos (aún más) del verdadero libre comercio.
Quizá fueron inevitables tales costos en aras del imperativo estratégico más grande, que era conservar el TLCAN, en vigor desde 1994. Pero también fueron resultado, en buena medida, de la prisa política del gobierno de Peña Nieto para firmar el nuevo TLCAN antes de dejar el poder el próximo 1ero de diciembre, para que su gobierno no terminara con un sonoro fracaso. Era una prisa compartida aparentemente por el propio López Obrador, quizá para no tener que negociarlo en desventaja, bajo mayor presión de los mercados, seguramente en un escenario de disensiones y peleas sobre lo negociado entre su variada coalición gobernante, y creyendo que el nuevo TLC probablemente no tendrá un efecto inmediato en la economía.
Una mejor alternativa era seguir negociando sine die, apalancándose con Canadá, hasta extenuar a Trump (y mientras éste no decidiera denunciar el TLCAN un buen día con un tuit), bajo el riesgo de prolongar la incertidumbre entre inversionistas y mercados, aunque quizá dicha incertidumbre por unos meses más hubiera sido preferible a 16 años (la duración con la que se encorseta al nuevo Tratado) de menor comercio, inversiones en descenso y de riesgo permanente para la industria automotriz mexicana. Pero eso ya no lo sabremos con seguridad.
Y lo peor es que al no sumarse Canadá todavía al nuevo Tratado (a cuyo gobierno agraviamos probablemente sin necesidad), hay pocas posibilidades de que, en noviembre próximo, el Congreso estadounidense apruebe lo negociado: no habrá los votos para ello, al retraerse los legisladores interesados en el comercio con Canadá, ni el gobierno de Trump tendrá la autoridad legal para presentar y empujar un acuerdo bilateral, en lugar del trilateral TLCAN.
Sin embargo, en un tuit reciente, Trump advirtió al Congreso que si no acepta el acuerdo bilateral, “simplemente pondré fin al TLCAN por completo y estaremos mejor”. De modo que quizá Trump sólo está evidenciando su objetivo real: Denunciar y acabar con el TLCAN al menor costo político posible para él, frente a la posible tentativa en el Congreso de prolongar la discusión durante meses o estancarla. Así que la incertidumbre continuará para México, con la alta posibilidad del fracaso final que se buscó evitar.
En paralelo, el sábado pasado inició el viaje sin retorno de la democracia mexicana: Ese día, tomaron posesión los nuevos legisladores, electos en julio pasado bajo la influencia del Tsunami López Obrador. La nueva legislatura tiene una contundente mayoría adicta a López Obrador: De 500 diputados, MORENA, el partido fundado por él, cuenta con 247, más 60 de sus aliados. En el Senado, de 128 senadores, MORENA tendrá 55, más 14 de sus aliados. Adicionalmente, MORENA tiene el control de 19 congresos locales (se requieren 17 para aprobar cambios constitucionales) y 5 de 32 gubernaturas.
Las escenas que vimos estos días, de los nuevos legisladores coreando a gritos a López Obrador y callando e impidiendo hablar a legisladores opositores, reflejan muy bien la real composición del nuevo Congreso: Los legisladores que llegan de la mano de López Obrador son legisladores con menos experiencia y formación escolar, menos profesionales y son, en contraste, sumisos y lisonjeros con López Obrador, porque no tienen capital político propio. Están dispuestos a apoyar a López Obrador hasta la obsecuencia total y el silencio cómplice. Son el PRI de los 70s y 80s, pero con peores modales. O algo peor: Solo faltaron las banderas con la hoz y el martillo. O con svásticas.
López Obrador todavía no gobierna de jure, pero ya lo venía haciendo de facto. Ahora lo hará sin disfraces, con un Congreso dispuesto a escuchar y obedecer hasta sus pensamientos. A partir del 1ero de diciembre, cuando jure el cargo formalmente, será un presidente con muchísimo poder, como no se había visto al menos desde 1991. Y su Presidencia será una campaña electoral permanente, para reforzar nuestro régimen político centrado en la Presidencia y su papel en la distribución de favores y privilegios, régimen que no ha cambiado una coma desde el fin de la Revolución hace un siglo.
Enfrente de ese gran poder, está el páramo: los partidos opositores prácticamente desaparecieron y su lugar lo ocupan las simples bandas captoras de rentas. Sucede con ellos como con los carteles de narcos al descabezarse: se han convertido en pandillas más pequeñas, menos disciplinadas y más hambrientas, ambiciosas, desesperadas.
Los partidos contrarios a López Obrador hoy simplemente se ocupan en administrar la franquicia y rescatar algo de los desechos de su ruina: pelean internamente los pocos cargos de mando y las menguantes prerrogativas financieras, eluden un análisis serio y proactivo de su derrota, evaden la política para la solución de sus problemas, postergan el relevo de sus dirigencias y reparten las migajas políticas que les restan.
Al final, lo que ambos episodios muestran es que tal vez existe una relación sórdida, íntima y cómplice entre el desmoronamiento del TLCAN y el regreso al autoritarismo. Esa relación existe, se entrelaza en las sombras y actúa: El autoritarismo en el poder somete y corrompe y en la economía retrasa y destruye. En conjunto, impiden que la mexicana sea una sociedad moderna, responsable y próspera.
Pero tal vez sea solo que la sociedad mexicana no esté preparada para el futuro, y que quizá necesite de la mentira populista del pasado para no morir de conformismo.