López Obrador ha incumplido prácticamente todas y cada una de las promesas que hizo para llegar al poder: no redujo el precio de la gasolina ni de la electricidad, no combatió a la corrupción (más bien se ha hecho cómplice de ella), no redujo la delincuencia ni la violencia en el país (que permanece frenética, impune y sin control), no combatió el huachicoleo (robo de combustible) y sigue campeando a sus anchas en las áreas cercanas a las refinerías mexicanas, ofreció salvar a PEMEX (pero sus malas decisiones lo acercan al abismo, día con día, y con ellas, a la economía del país), no ha creado más empleo ni llegan más inversiones.
La economía, por su parte, se encuentra estancada en el 0 % frente a su ofrecimiento de crecer al 4% anual, sugirió descentralizar las dependencias desde la Ciudad de México y la propuesta ya se olvidó, prometió mantener una política exterior firme y digna frente a Donald Trump, pero convirtió al país y a su gobierno en servidores impresentables que hacen el trabajo sucio de la administración Trump.
Quizá su único ofrecimiento cumplido fue dar recursos económicos sin control a sus clientelas políticas, aunque nunca advirtió que sería a costa del sistema de salud, de los tratamientos a derechohabientes más pobres o a niños (claro: los niños no votan) para enfermedades como cáncer, insuficiencia renal o SIDA; no dijo que el precio sería el abasto de medicamentos, de desaparecer las guarderías infantiles y tantos otros programas oficiales (cuidado de bosques, la promoción turística y comercial del país), de despedir a un gran número de burócratas sin ninguna contraprestación. Si lo hubiera hecho, seguramente su triunfo no habría sido tan holgado.
Lo último ha sido proteger a un viejo aliado, Manuel Bartlett, de los señalamientos más que documentados de corrupción, que excedería incluso la de casos paradigmáticos en el gobierno Peña Nieto. Incumplir su principal promesa, combatir la corrupción, para proteger a un aliado, sin duda es un quiebre moral y político para su administración, la cual se ve ahora no muy distinta a las anteriores.
Otro quebrantamiento reciente fue lanzarse con enorme voracidad fiscal, a pesar de comprometerse a no imponer nuevos impuestos o un aumento de los existentes, además de perseguir a los contribuyentes mediante las figuras de la Extinción de Dominio y de Delincuencia Organizada, en caso de no pagar impuestos o presentar documentos falsos, así sea inadvertidamente.
A ello sumemos lo ya conocido y evidente: el desperdicio impune de recursos en la cancelación del aeropuerto de Texcoco y de las reformas educativa y energética, mientras continuan proyectos inviables como el aeropuerto de Santa Lucía, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya, la desconfianza que genera su proyecto de gobierno entre inversionistas, nacionales y extranjeros, calificadoras y organismos internacionales, la falta de opciones y de ambición para resolver la problemática del país (ejemplificadas en una Guardia Nacional que sólo es el Ejército travestido), la falta de coherencia, dirección y objetivos entre su equipo de gobierno y su partido. López Obrador nominalmente gobierna, pero en los hechos cada funcionario parece autárquico, sin importarle lesionar la imagen o el funcionamiento del conjunto, mientras el presidente es incapaz de imponer orden y disciplina.
A unas pocas semanas de concluir su primer año de gobierno, pareciera que la única función de gobierno en la que López Obrador se siente cómodo es en sus conferencias matutinas y en los discursos de sus giras, más bien improvisados y por eso, de cierto radicalismo. En todo lo demás, su gobierno avanza a tumbos y a locas, y el país con él. Quizá sea hora de aceptar que este primer año de su gobierno es ya papel mojado, con poco de útil y rescatable, y que eso no permite avizorar nada venturoso para los cinco años restantes.