Las imágenes de esta semana han sido brutales: La Guardia Nacional mexicana (que es, en realidad, el Ejército mexicano trasvestido) empujando y golpeando a migrantes centroamericanos, muchos de ellos mujeres, niños y bebés; deteniéndolos a punta de toletes y patadas (algunos reportes hablan del uso de armas de fuego); lanzándoles piedras y gas lacrimógeno; separando familias y reprimiéndolos bajo las órdenes del gobierno del presidente López Obrador, con el silencio cómplice de los organismos oficiales de defensa de los derechos humanos y de no discriminación, mostrando que su agenda es simplemente política y hasta partidista.
Las escenas dejan en claro que México no puede tratar, tal como la Guardia Nacional ha hecho, a los migrantes centroamericanos, y al mismo tiempo defender con un mínimo de autoridad moral a los mexicanos en Estados Unidos. Con ese proceder, México pierde doblemente: le hace el trabajo electoral sucio a Donald Trump para detener la migración, y nuestro gobierno no podrá acusar al de su vecino por violar los derechos de mexicanos ilegales en suelo estadounidense.
Y esto sin contemplar que López Obrador debería tener a la costosa y muy “selecta” Guardia Nacional trabajando para reducir el gigantesco número de homicidios en México (35 000 apenas en su primer año de gobierno), con igual nivel de recursos, enfoque y persistencia que pone en la lucha contra los migrantes centroamericanos.
Pero reconozcámoslo: el gobierno mexicano está entre la espada y la pared. Fue, no obstante, una condición que él escogió tener, por mera impreparación, falta de profesionalismo y malos reflejos, aceptando desde el principio las presiones de Trump gracias a una serie de desafortunadas decisiones y declaraciones de López Obrador.
Reconozcamos también que todo eso sucede con el apoyo tácito de muchísimos mexicanos. Son un nuevo tipo de mexicanos, el mexicano xenófobo que, gracias al TLCAN, dejó de migrar o dejó de ver a sus familiares y amigos migrar masivamente a Estados Unidos, y a quien ahora no le gusta ver a migrantes pobres cerca.
El mexicano xenófobo pide hoy respetar las leyes solo porque son “leyes”, independientemente de si esas leyes son justas o no. Exige al gobierno mexicano impedir el paso de los migrantes hacia un mejor futuro, al contrario del derecho de paso que antes exigía a las autoridades de Estados Unidos; miente al decir que los migrantes no son tales, sino simples actores políticos (aunque nadie haya mostrado una sola prueba sólida de ello) disfrutó y disfruta de un gran monto de remesas (el más alto en la historia en 2019), pero no quiere que otros lo hagan; y apoyó históricamente la violación de las leyes norteamericanas, lo que vio como un hecho casi “heroico”, pero no quiere que ahora se violen las leyes mexicanas.
Producto de esa nueva xenofobia, el gobierno mexicano miente, y millones de mexicanos son cómplices de esa mentira. El gobierno de López Obrador no asiste a los migrantes, no los protege, no provee opciones de asilo de manera apropiada. En cambio, los reprime, los persigue, los golpea, los agrede con gas lacrimógeno y gas pimienta, sin importar que haya niños, bebés y mujeres embarazadas, los encierra en las peores condiciones posibles, y los deporta sin miramientos. Y todo con la Guardia Nacional, un supuesto «cuerpo de élite», que ha mostrado impreparación, desorganización, salvajismo, mero deseo de humillar. Esto es una vergüenza absoluta, un punto muy bajo en la tradición humanitaria de México que da hospitalidad a los refugiados.
Los migrantes centroamericanos no van a los Estados Unidos o pasan por México porque haya fronteras débiles y desprotegidas: se exponen a penalidades sin fin en México y se entregan en la frontera y solicitan asilo en Estados Unidos solo para sobrevivir a la violencia que enfrentan en sus hogares, violencia alimentada en gran parte por el consumo de drogas en los Estados Unidos y por la complicidad mexicana con el crimen organizado en la llamada guerra contra drogas, ideada para combatir los carteles que abastecen al mercado estadounidense, carteles cuyo origen es mexicano y que dejan muchísimos de sus beneficios en México. Los refugiados abandonan sus hogares para embarcarse en un viaje por necesidad y desesperación, no por oportunidad o gusto, y en esto hay, en parte, responsabilidad compartida entre Estados Unidos y México.
En tal sentido, la actual crisis migratoria no se resolverá reprimiendo a las caravanas de migrantes, impidiéndoles violentamente el paso, o bien, colocando más guardias en la frontera sur o construyendo un muro de 2 000 millas en la frontera norte. Cualquier solución real a largo plazo requiere de un plan serio para trabajar con los países de la región y las comunidades locales para erradicar o minimizar los factores de presión y expulsión, que son principalmente la violencia del crimen organizado y la pobreza extrema.
Las medidas coercitivas solo empeoran las cosas. La guerra contra los migrantes, como lo fue la guerra contra las drogas, no es ninguna solución. Eso deberíamos saberlo en lugar de embarcarnos en otra guerra perdida de antemano. Estados Unidos y México podrán seguir gastando millones de dólares y distrayendo recursos más valiosos en otras tareas para finalmente no hacer ninguna diferencia real y sí, en cambio, causando más problemas y mucho dolor. Al final, no importa cuánto aumente el presidente Trump las tácticas de intimidación y el presidente López Obrador la represión militar, sus estrategias están destinadas al más absoluto fracaso desde ya.
Si el gobierno estadounidense no ha podido detener, en décadas, las marejadas de drogas y de migrantes dentro de su propio territorio a través de la frontera más vigilada y tecnológicamente equipada de todo el orbe, ¿cómo se puede esperar que México tenga éxito? ¿López Obrador y su gobierno están tan ciegos que no se dan cuenta del ingente desperdicio de recursos y la imperdonable violación de derechos que cometen sin ningún logro real? Ambas naciones han fallado estrepitosamente en esta emergencia migratoria y lo seguirán haciendo, acumulando más dolor humano y más violaciones inhumanas en su proceder.
Una mejor forma de avanzar sería que las dos naciones trabajaran en conjunto, junto a los gobiernos centroamericanos, para desarrollar políticas reales, consensuadas y medibles que reduzcan y ordenen el flujo migratorio y, sobre todo, las causas de violencia y pobreza que lo azuzan. Pero con dos demagogos en las sillas presidenciales, y los niveles de xenofobia social imperante (y que tienden a crecer), eso sería esperar demasiado.