
Chile ha vivido agitadas semanas en lo que comienza del año 2017. Entre incendios voraces, evidencia abrumadora de corrupción en la clase política, un espíritu de sospecha hacia los gobernantes y todos sus movimientos que hoy son blanco de absoluto escrutinio, los candidatos presidenciales que frente a la inoperancia del actual gobierno, han sido protagonistas con cada movimiento que hacen o palabra que emiten, casi nos hemos olvidado de aquellas polémicas que son parte de las discusiones del futuro.
Los chilenos no solo saben de política y desastres estos días sino también de legislación que afecta su estilo de vida y bolsillos.
Hace un tiempo atrás llegó al país austral la aplicación Uber que se dedica al transporte y junto con esta compañía también se instalaron otras a competir que cumplen la misma función pero con distintas características cada una tales como Cabify y una de las más recientes, Easy Taxi.
- Lea más: La izquierda chilena prefiere un país destruido que salvado por su enemigo político
- Lea más: Presidente de Uber renuncia a consejo asesor de Donald Trump
Dentro de esta sana competencia por clientes decepcionados de un sistema de transporte público ineficiente y a veces inhumano, en el que deben ir apiñados cual ganado (esto es especialmente cierto en Santiago y en otras tantas capitales), muchas personas han optado por sumarse a la era tecnológica, instalar dichas aplicaciones y utilizar los servicios disponibles para movilizarse.
Las plataformas como Uber y Cabify no han estado exentas de problemas tal como ha ocurrido en otros países, donde la idea de que la gente libremente intercambie servicios, como el transporte, ha generado roces con los monopolios estatales que desean sacarle una tajada al negocio a como dé lugar, planteando argumentos absurdos sobre las inconveniencias de dichas plataformas y en algunos países sencillamente le han cerrado las puertas sin más.
Pareciera que ofrecer un servicio de lujo, cómodo, en autos que se ven y huelen bien, con un récord de puntualidad y seguridad frente a las tarifas, identidad de los conductores y métodos de pago, es un delito terrible si no existe regulación tributaria. Los gobiernos no pueden creer que estas plataformas ampliamente aceptadas por la población, con calificaciones muy superiores a sus deficientes medidas de transporte público y sus monopolios taxistas, esté de alguna manera “exenta de impuestos”.
Ese es el gran problema para los gobiernos, los impuestos. Seguramente serán eficientes en crear la legislación. En el caso de Chile, las respuestas han sido diversas.
Los taxistas, que conducen con un tipo de licencia distinta, no han probado en la práctica ser mejores conductores que el resto de los ciudadanos. La evidencia se acumula para señalarlos como causantes de muchos desordenes de tráfico y son vistos constantemente conduciendo imprudentemente (es una generalidad, obviamente hay taxistas que hacen muy bien su trabajo) pero ellos pagan un impuesto, además, controlan su mercado porque no es cosa barata convertirse en taxista en Chile donde prácticamente el sistema funciona como una logia a la cual se debe pagar membresía para poder funcionar, lo que hace que no sea tan fácil incorporarse al mercado.
¿Cómo han reaccionado los taxistas frente a estas nuevas plataformas? Como lo haría cualquier protegido del estado cuya actividad se realiza pesar de sus deficiencias, de manera monopólica, con violencia, con incomodidad de saberse superados por el futuro, por la tecnología y de entender que sus malas prácticas tales como utilizar la regla del taxímetro para realizar cobros (instrumento que muchas veces es adulterado para aumentar artificialmente las tarifas) han estimulado la migración de la gente a las plataformas más modernas que permiten conocer el tiempo y el costo del viaje por adelantado.
Sabido es que se han violentados autos que funcionan para Uber o Cabify con la intención de sacarlos de circulación. A esto se le suman los paros donde se bloquean importantes arterias de tráfico para impedir el funcionamiento normal del transporte y así lograr una alineación del estado con su causa, entendiendo que el gobierno que dirige el Estado es proclive a guiarse por las protestas de los más vociferantes y no por el sentido común, la meritocracia y la eficiencia. Sin embargo, pese a lo que se esperaba, que era una prohibición total de las plataformas alternativas a los taxis, el gobierno ha abierto la puerta al diálogo (no sin antes participar en la campaña de desprestigio a dichas plataformas para proteger el monopolio de los taxis).
Las conversaciones buscan una forma de regular la existencia de estas plataformas, en otras palabras, buscan sacarle algo de dinero porque cual mafia, en sus calles nadie puede funcionar libremente sin pagar el precio de su existencia. Es buscar un impuesto con que dificultar su funcionamiento y de hecho ya hay propuestas. Una de ellas es obligar a los conductores de Uber, Cabify, Easy Taxi y otras plataformas a adquirir la licencia de conducir clase B, que es más costosa y más difícil, pero que, supuestamente, los convertirá mágicamente en conductores profesionales más responsables y expertos cuando la evidencia demuestra que la prudencia no es precisamente un atributo que coincida con la conducta de los transportistas en general.
Otra de las sugerencias es que se elimine toda posibilidad de pago en efectivo, que en Chile también se usa y se opere exclusivamente con pago con tarjeta de crédito, además la tarifa dinámica que utiliza Uber, podría convertirse en una constante ya que se fijará una normativa de precio por kilómetro recorrido.
La idea parece ser que se dedica a hacer todo aquello que funciona, algo menos funcional para que no pueda competir con la mediocridad que el Estado ha formado, pues en la competencia pierden el control de los monopolios. Lo más inverosímil es que dichos impuestos irán en beneficio de los taxis para su mejoramiento. Cual mafia de gobierno, ya no hay vergüenza por la mediocridad sino que se la premia extorsionando al resto que intenta competir.