Durante varios años se viene hablando de un hipotético “día después” en relación a la crisis e impasse político que existe en Venezuela. Pareciera que la fecha de ese día es cada vez más indeterminada, a juzgar por los desencuentros sobre qué hacer tanto en la oposición como en el propio gobierno.
Lo contrario sucede con la crisis hiperinflacionaria en que el país lleva ya 17 meses si nos atenemos a las mediciones de Steve Hanke, u 8 según los economistas venezolanos. Curiosamente, de acuerdo a la “sabiduría convencional” la duración promedio de eventos hiperinflacionarios en el pasado ha sido precisamente de 8 meses, motivo por el cual es sensato esperar que un desenlace que provoque un día después de la hiperinflación está más cerca que lejos.
Resulta por demás sorprendente que los analistas que esperaron hasta el último momento para admitir que estábamos en hiperinflación, ahora acudan al ejemplo de Nicaragua para aseverar que “hay casos en que puede durar hasta 5 años como en Nicaragua”. Nada a más lejos de la verdad, en Nicaragua hubo un solo año en que la inflación promedio más de 50%, y de paso las causas del fenómeno incluyeron una guerra civil y un terremoto con efectos de tsunami en 1992.
Por cierto, es interesante ver cómo en un momento determinado Contras y Sandinistas, enemigos acérrimos en guerra, concertaron buscar formas de derrotar la hiperinflación.
Con las cifras de inflación de 128% para junio, no es aventurado asegurar que inevitablemente nos acercamos a la antesala de un día después en materia de hiperinflación. Las principales medidas de arranque ya son conocidas: unificación y liberación cambiaria permitiendo la circulación de otras monedas con o sin la presencia de una nueva moneda nacional anclada al dólar; eliminación de los controles de precios para que estos puedan fluctuar también a la baja y no solo al alza; parar en seco la emisión de dinero sin respaldo que para la semana del 6 de julio estaba en 8,558% interanual.
Fijar un salario mínimo realista pero que restituya poder de compra a los trabajadores; precios de los servicios incluido el combustible a valores internacionales; tasas de interés reales positivas para que el ahorro retorne al país; renegociación de las deudas de Estado, en la que parte de la misma puede ser reconvertida a inversión en empresas que deben de pasar a ser operadas por el sector privado; y un paquete de leyes que refuerce el Imperio de la Ley en lo que se refiere a los derechos de la propiedad privada para que las inversiones fluyan hacia la reactivación de empresas privadas o en proceso de reprivatización.
Si las medidas se toman a medias, de manera tímida, o con el ánimo de imprimir un gradualismo a estas alturas inviable, no habremos llegado aún al día después, sino a una suerte de escalón, del cual la hiperinflación surgirá aún con más fuerza, al no ganarse el plan la confianza de los inversionistas.
Gran parte de la credibilidad tendrá que ver en cómo el Estado asimila el hecho de que quiénes están quebrados son él y sus empresas, mientras que el sector privado, al menos el que ha logrado perseverar y sobrevivir esta hecatombe, tiene niveles ínfimos de deuda externa y más bien es un acreedor neto.
Esto de por sí es una situación inédita en las crisis financieras latinoamericanas ya que en el pasado, quienes se encontraban sobre endeudados eran tanto el Estado, como el sector privado. Los políticos de todo el espectro ideológico deberían reflexionar sobre esta realidad cuando acarician planes de administrar decenas de millardos dólares del FMI entregados a ellos o, peor aún, una suerte de “Vaca Mundial” de parecido monto en donaciones a Venezuela como han sugerido desde el Centro de para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard algunos economistas keynesianos, vayan a ser la forma de sacar al país del marasmo en que se encuentra, en vez de las inversiones privadas.