Tal vez algún lector se sorprenda del título de este artículo, ya que un expresidente, la exvicepresidente, muchos altos funcionarios de la pasada administración y varios exdiputados se encuentran presos en Guatemala por delitos de corrupción desde hace más de dos años. Del mismo modo, se han realizado acusaciones contra el alcalde de la ciudad capital, Álvaro Arzú, y el propio presidente en funciones, Jimmy Morales, quien no ha sido juzgado porque el parlamento acordó que no debía quitársele la inmunidad que tiene por razón de su cargo. A ambos se les imputan, en todo caso, delitos menores, que no parecieron justificar acciones judiciales en su contra. Enjuiciar a otro presidente, además, hubiera creado una enorme conmoción política, muy poco favorable para el país. Ya, con los sucesos apuntados, la economía de Guatemala se resintió este año, pues la inestabilidad –como es obvio- crea un clima poco amigable para las inversiones.
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La lucha contra la corrupción la han encabezado dos personas que, en su momento, recibieron un apoyo decidido de la opinión pública: la fiscal general, Thelma Aldana y el comisionado de la CICIG, el colombiano Iván Velásquez. Cabe explicar aquí que la CICIG es una comisión de las Naciones Unidas que, solicitada por el país hace unos diez años, tiene como su objetivo explícito la lucha contra la impunidad. Desde mediados de 2015 ambos han realizado ruedas de prensa muy publicitadas en las que presentaron ante los medios los casos que involucraban a los funcionarios del gobierno anterior, así como algunos otros casos de gran impacto en la ciudadanía.
¿Dónde está el problema?, entonces, podrá preguntarse el lector. La respuesta es sencilla: después de más de dos años, de cientos de personas encarceladas a las que se les ha quebrado la normalidad de sus vidas, no hay todavía ningún condenado en firme. Nada. Los juicios no avanzan, los detenidos no han sido formalmente acusados y su prisión preventiva no ha sido justificada hasta ahora: hay entre ellos conocidos empresarios, personas que están privadas de su libertad simplemente porque formaban parte de algún directorio de empresas privadas o de organismos públicos donde –supuestamente- se cometieron actos de corrupción. Pero las pruebas no aparecen, hay solo indicios circunstanciales, indirectos, a pesar de las miles de horas de escuchas telefónicas y los innumerables folios que poseen los fiscales.
No parece, por eso, que se esté haciendo justicia, y muchas personas piensan que detrás de los shows mediáticos de los operativos con injustificado despliegue de fuerza y las acusaciones lanzadas al vacío, hay propósitos políticos inocultables. Esta idea se ha ido extendiendo por varias razones: por las acusaciones sin fundamento o sin peso contra el actual presidente, en lo que muchos hemos visto el intento de alterar el curso institucional del país con fútiles pretextos de apariencia legal; por el hecho de ciertos partidos, como Líder y la UNE, han sido excluidos de toda investigación, a pesar de haber sido envueltos también en casos de corrupción, y por los antecedentes de la misma CICIG, que tiene un deplorable historial. A lo largo de estos años los comisionados de la CICIG han hecho acusaciones sin fundamento y han presentado testigos falsos en algunos importantes casos, como cuando llevaron a prisión a varios altos funcionarios de la administración del expresidente Óscar Berger. Todos ellos, a pesar de la persecución sufrida, al final han sido declarados inocentes.
No se puede hacer verdadera justicia sin pruebas ni es justo que acusados que solo están marginalmente vinculados a casos de corrupción permanezcan en prisión sin juicio durante largos e infelices años. Utilizar estos recursos para avanzar agendas políticas ocultas –a veces con la complicidad de la llamada “comunidad internacional”- es atentar contra la democracia y el orden legal del país. Lleva además, como ha sucedido en estos dos años, a la paralización de la acción gubernativa y a la brusca reducción de las inversiones nacionales y extranjeras. Nadie se atreve a hacer negocios o a firmar contratos por el temor a ser encarcelados durante largos períodos. Por eso me atrevo a pedir, como conclusión, que se elija un nuevo fiscal más ecuánime y menos politizado que Thelma Aldana y que –por fin- se ponga término a la presencia de ese engendro jurídico que es la CICIG y que nada ha realizado en favor del país.