Por Jovel Álvarez
Solo una parte de lo aquí expuesto es fruto de mi imaginación.
En su fría celda de Nueva York, Joaquín Guzmán Loera dispone solo de una cosa: tiempo. El necesario para pensar en sus errores.
¿Arrepentimiento? No creo.
¿Culpa? Solo por una cosa: no haber sido capaz de hacer más daño.
– ¿Qué falló? – se pregunta el afamado capo mientras mira ese techo gris que corona las cuatro paredes que le verán morir un día.
– ¿Por qué Nicolás lo logró y yo no? – exclama mientras da un puñetazo al áspero muro. Los celos le corroen. La pregunta es interesante.
Un minuto de reflexión lo hace recordar esos días en los que un colombiano insignificante –Maduro– tomaba nota de los embustes de su ídolo de Sinaloa, con el fin de adaptar esas hazañas en el país que se robaba poco a poco: Venezuela.
No pensemos en el narcotráfico. No. Eso deja plata, pero nada más. Hay algo que puede resultar muy atractivo. Un elemento de carácter retorcido, capaz de seducir al más burdo de los ladrones: la humillación del enemigo.
Guzmán era un experto en esos menesteres. Para lograr el cometido se debe contar con el factor sorpresa. Cuando todos los den por derrotados, lanzarán el dardo. Darán en el blanco. Crearán confusión y, con un poco de suerte, terminarán venciendo.
El “Chapo” tenía su método: escapar de los penales de máxima seguridad y conseguir que un sector de la opinión pública le aplaudiera por burlarse de las instituciones.
Maduro entendió que su forma de humillar al Estado legítimo era sentarlo a dialogar, aunque tuviera que burlarse del Papa en el intento. Tres veces lo hizo, tres veces lo logró.
Hay diferencias. Claro. En México todos teníamos claro que el Chapo era un narcotraficante. En América, muchos veían a Maduro como a un político. Ese disfraz de cordero nunca lo tuvo su maestro mexicano. Con él, Nicolás empezó a tomar ventaja.
Logró que un amplio sector de la comunidad internacional insistiera en que la solución para el conflicto venezolano debía ser electoral. Cada vez que Maduro escuchaba aquello, reía sonoramente. Hasta a él le costaba creer que después de tanto daño, todavía lo vieran como a un político.
Mientras el Chapo reflexiona en su celda de condena sobre los errores cometidos, se da cuenta de que el segundo paso del plan nunca pudo darlo: disponer de las Fuerzas Armadas. Maduro –previa labor de Chávez– los tuvo adoctrinados y a su servicio.
Pese a reconocer que fue ahí donde falló su estrategia, hay algo que Guzmán pudo hacer bien: someter al pueblo inocente a punta de violencia.
De las 250 000 muertes ocurridas durante los doce años de guerra contra el narcotráfico, 70 000 fueron atribuidas al Chapo y al Cártel de Sinaloa.
La violencia creada por Maduro en Venezuela cobró esas 70 000 vidas en menos de tres años. Para 2018, después de un lustro en el poder, el número de asesinatos en Venezuela era de 155 760 personas.
No contento con sus muertos, el dictador forzó el éxodo de casi cinco millones de personas –equivalente a que toda Costa Rica se quedase sin gente–. Además, logró convertir todas y cada una de las instituciones en estructuras al servicio de su amado Cártel de los Soles.
Acostado en su cama de cemento, en la fría celda en la que pasa sus días “el Chapo” Guzmán, ha llegado la hora de reconocer que Nicolás, aquel insignificante alumno de origen incierto, ha superado a su maestro mexicano.
Jovel Álvarez Solís es periodista costarricense. Ha trabajado como articulista y entrevistador en Rolling Stone México donde se convirtió en el reportero más joven en firmar la sección de Asuntos Internos, la de mayor prestigio sobre política en dicha publicación. Ha dedicado parte de su ejercicio a entrevistar a grandes periodistas de América Latina. Síguelo en @Jovel_Alvarez