Venezuela fue la economía más prospera de Latinoamérica hasta hace dos décadas, aunque a finales de los 1990 ya acumulábamos casi tres décadas de caída del PIB per cápita y signos de agotamiento del socialismo moderado que involuntariamente abrió camino a ésta barbarie. Entre mediados y finales del siglo XX, Venezuela atrajo inmigrantes de Europa, Asia y de la propia Hispanoamérica. Hoy es al revés. Millones de venezolanos huyen de la barbarie socialista revolucionaria empeñada en empujarlos a la miseria, aquí o donde estén. Más que inmigrantes, la mayoría serían refugiados, víctimas de una tragedia humanitaria. Y como víctimas del socialismo, su existencia molesta a la izquierda.
Pero el gran problema que representan para la región se origina en una paradoja de hipocresía política y complicidad ideológica. Los socialistas de hoy conocen los resultados de sus programas. Saben que mientras más socialismo introduzcan ellos en una economía, más pobre y atrasada será. Pero también que en esa misma proporción impondrán su control sobre la debilitada sociedad. Y es lo único que les importa.
El ideal de todo socialista –de los pocos que lo reconocen y los muchos que lo ocultan– es Corea del Norte. Copiar en sus países un totalitarismo tan miserable como para que casi todo su territorio carezca de electricidad, pero con bombas atómicas para disuadir al mundo de liberar a los norcoreanos integrándolos a la próspera y avanzada Corea del Sur.
Algunos socialistas admiten reticentemente que el ideal de hambruna recurrente es intrínsecamente débil. Una economía esclavista del mundo antiguo con el marxismo por religión. Más práctico encuentran permitir restringidos y controlados elementos de economía capitalista –reducida a mercantilismo corrupto y politizado– para mejor soporte económico del totalitarismo socialista. Es el nuevo modelo chino. Con tan escaso y limitado capitalismo alcanzó para dejar atrás las hambrunas de Mao y crear una economía capaz de sostener una superpotencia.
Otros –despreciables niños consentidos del primer mundo, cuyas ambiciones superan tanto sus capacidades como para no dejar lugar sino a envidia y resentimiento– desean disfrutar los frutos del capitalismo, castigando envidiosamente a quienes los producen. Dejan, por otro lado, las miserias del totalitarismo que apoyan a los pobres del tercer mundo. A la larga, todo socialismo aspiran al totalitarismo. Pero saben que se impondrá únicamente donde la pobreza prevalezca. Propugnan todo lo que se capaz la reintroducirla y extenderla en países desarrollados. Y apoyan todo totalitarismo socialista presente.
La pobreza es condición necesaria pero no única de debilidad institucional. Desde que tenemos capitalismo moderno retrocede como nunca la pobreza en el mundo. La izquierda no habla de pobreza sino de desigualdad. Y aterrada por la desaparición del proletariado se inventa “proletariados” imaginarios y “conflictos dialécticos” rocambolescos. Hoy la pobreza únicamente prevalece donde se rechace radicalmente al capitalismo en los usos y costumbres de los que dependen las instituciones. Solo en culturas anticapitalistas crece la pobreza. Y como sus intelectuales ambicionan éxito material y los frutos de la modernidad sin aceptar los valores que los producen, en tales culturas el resentimiento envidioso y la mitomanía hacen carrera.
Es la clave de la tragedia y la paradoja de la ola migratoria venezolana. La mayor crisis migratoria de la historia de la región –especialmente en la larga y muy habitada frontera entre Venezuela y Colombia– ya no es cuestión de buenos deseos, resentimientos mutuos y xenofobias inevitables en las actuales condiciones. Es cuestión de economía, instituciones y creencias. Aquí y allá. En todo el sur del Río Grande. El problema es que las mismas ideas, costumbres e instituciones –socialismo en sentido amplio insertado en lo peor de la mitomanía hispanoamericana– que hundieron a Venezuela en la miseria, prevalecen –en mayor o menor grado– en toda Hispanoamérica.
Hispanoamérica no puede integrar en sus economías millones de refugiados venezolanos empobrecidos porque sus economías no son capitalistas. Son, en el mejor de los casos, mercantilismos más o menos intervencionistas, proteccionistas y corruptos. En el peor, socialismos moderados en tránsito a más y peor socialismo, con sus propios intelectuales y políticos socialistas empujándolas al abismo y mayormente variadas combinaciones de ambos males.
Venezuela pudo integrar gran cantidad de inmigrantes a mediados del siglo XX porque se había aproximado a ser una economía capitalista –no del todo, pero sí más que el resto de la región y en condiciones especialmente favorables– desde las primeras décadas del siglo XX. Algo similar fue Argentina a finales del siglo XIX. Y a principios del XX se vieron los resultados en prosperidad e inmigración. En ambos casos abandonar las ideas que condujeron a la prosperidad y adoptar las que trajeron el atraso explica el presente. Y lo que amenaza al Chile de hoy.
El resto de la región –con la excepción de Cuba antes del comunismo– nunca tuvo capacidad de integrar un número importante de inmigrantes. Tenemos economías débiles, intervenidas, atrasadas y mal integradas al mundo. Desde siempre. Y cuando algún país de la región logra romper temporalmente con eso, termina por regresar al redil de la miseria. Hispanoamérica no puede manejar una crisis de migración del tamaño que ya tiene la venezolana. Mucho menos el incremento exponencial de los que huirán desesperados en los próximos años. Pero tampoco hay –excepto limitadamente en Brasil– la menor intención de atacar realmente la causa. El socialismo en el poder en Venezuela.
El régimen que impuesto en Venezuela es la neocolonial agencia del totalitarismo cubano. Cuba es la facilitadora de oscuras redes globales de terrorismo y crimen organizado, el centro de la gigantesca corrupción socialista continental. Es enemiga de otros socialismos moderados que gobiernan buena parte de la región. E irresponsablemente es –por acción y omisión– aliada de su enemigo. Hoy miran para otro lado ante una ola migratoria que no podrán contener ni integrar. Y los trágicos efectos de su irresponsable complicidad –y abierta simpatía– con el cáncer castrista –clave de la tragedia venezolana– los sufrirán los pueblos que les creen. Como mis compatriotas sufren los de creer en una u otra versión de la gran mentira socialista.