Por Cristian Vasylenko
Según Robert Higgs, el Estado es la institución más destructiva que los seres humanos hayamos inventado. Cualquier cosa que promueva el crecimiento del Estado debilita la capacidad de los agentes del sector privado para defenderse de la depredación del primero. Nada promueve tanto el crecimiento del Estado como una «emergencia nacional» y otras crisis comparables con una guerra, dada la gravedad de las amenazas y conflictos que aparentemente se plantean.
Por su propia naturaleza, el Estado está siempre en guerra contra sus propios súbditos (es decir, el sector privado no clientelar ni lobbista, literalmente cautivo). El propósito fundamental del Estado (la actividad sin la cual ni siquiera podría existir) es el robo. Vamos a dejarlo bien en claro y sin vueltas: el sustento del Estado proviene exclusivamente del robo descarado, delito que pretende encubrir y disimular bajo el eufemismo ideológico de «impuestos», pretendiendo además la santificación de su crimen intrínseco bajo el justificativo de «socialmente necesario».
La propaganda del Estado, las ideologías estatistas, y la rutina fiscal rigurosamente establecida durante milenios, se combinan para convencer a muchas de sus víctimas de que pesa sobre ellas una legítima obligación —incluso hasta el deber moral— de tolerar el estrago por parte del Estado, víctimas a las que disfraza bajo el eufemismo «contribuyentes». No obstante, mal podría ser llamado «contribuyente» quien, lejos de entregar voluntariamente gran parte de lo que legítimamente le pertenece, solo se ve disuadido de no hacerlo debido a la extorsión coactiva del «monopolio de la fuerza que el Estado se reserva para sí».
La razón tan erróneo razonamiento moral, es que incesantemente se inculca a las víctimas vía su adoctrinamiento que el robo que toleran es, en realidad, una especie de precio pagado por los esenciales bienes y servicios públicos no tarifados y recibidos, y que en el caso de ciertos servicios —como la protección frente a agresores extranjeros y nacionales contra sus derechos a la vida, la libertad y la propiedad— solo el Estado puede prestarlos de manera eficaz.
Sin embargo, no tolera la puesta a prueba esta falaz afirmación, dado que el Estado crea e impone sus monopolios sobre la producción y distribución de esos supuestos «servicios», y ejerce violencia contra sus posibles competidores. Al hacerlo, revela el fraude en el centro de sus descaradamente mendaces afirmaciones, y da sobradas pruebas de que no se trata de un auténtico protector, sino de una mera «venta de protección» al peor estilo de la mafia. De paso: ¿está usted protegido por su «servicio público» de Seguridad? ¿Le cobran «impuestos» y no lo protegen? Entonces, mientras que el Estado constituye una estructura mafiosa, sus resultados en Seguridad son peores que los de cualquier mafia que efectúe venta extorsiva de protección.
En este punto, es pertinente tener una idea aunque sea aproximada de la proporción que, de lo saqueado, destinan los políticos a nuestra seguridad, o a defender y preservar sus propios intereses ilegítimos. Lee Friday sostiene con razón que la violación y el asesinato son delitos violentos. Los ciudadanos comunes consideran que son delitos mucho más graves que los perpetrados contra la propiedad. Por consiguiente, y dado que se asignan recursos limitados para la resolución de todos los delitos, la expectativa de la gente normal es que la resolución de los delitos contra las personas tenga la máxima prioridad presupuestaria —«resolución del delito» queda aquí definida como la captura y condena del perpetrador, independientemente de la sentencia impuesta—.
Para el caso, los siguientes son datos sobre la ineficiencia burocrática de Canadá, jurisdicción cuyos datos revisten cierta confiabilidad, y a la que Friday nos remite (seguramente muchos países exhibirían resultados bastante similares, y nada tenemos contra ese hermoso país, pero ocurre que no resulta fácil la compilación de este tipo de información): 79 % de los homicidios no son resueltos, 96 % de los intentos de homicidio no son resueltos, 91 % de las agresiones sexuales no son resueltas, 92 % de otros delitos sexuales no son resueltos, 84 % de las agresiones contra personas mayores no son resueltas, 90 % de otras agresiones no son resueltas, 93 % de las amenazas no son resueltas, 92 % de los casos de acoso criminal no son resueltos, 97 % de los robos no son resueltos, 97 % de las irrupciones en propiedad privada no son resueltos. Por otra parte, se sabe que solo son denunciados 5 % de las agresiones sexuales y 26% de los delitos contra la propiedad. Tiene sentido. ¿Por qué gastar tiempo y esfuerzo denunciando delitos ante semejante inutilidad de la burocracia gubernamental, la que rara vez imparte justicia?
En contraste, el gobierno canadiense incrementa año tras año su presupuesto destinado a la investigación, el procesamiento y la condena de evasores de impuestos y para dificultar la evasión —considerada un «delito penal grave» por la legislación promulgada por los mismos políticos que se benefician con la coacción extractiva en contra del sector privado que no participa de su coalición de apoyo—. Habiendo ya rapiñado el dinero, el Estado tiene pocos incentivos para resolver crímenes violentos. Menos dinero asignado a esta obligación, significa más dinero disponible para la oligarquía política.
Pero esos malvados evasores de impuestos son diferentes. El Estado aún no ha tenido éxito en rapiñar su dinero, por lo que los políticos separan más del dinero ya rapiñado para contratar a más gente para cazar a estos criminales. El Estado considera a los evasores de impuestos como ladrones, porque no están cumpliendo con sus obligaciones fiscales: están robando al gobierno. En cuanto a impuestos, no caben dudas sobre quién es el verdadero ladrón aquí.
Sin embargo, y más allá de toda duda, el Estado considera que la persecución de los evasores tiene mayor prioridad que administrar justicia a las víctimas de violadores, asesinos y ladrones. Es altamente despreciable que los políticos establezcan tales prioridades. No es posible saber con qué frecuencia la gente intenta evadir impuestos, o qué porcentaje de ellos es procesado por los gobiernos. Pero dado que los gobiernos incrementan permanentemente sus presupuestos, mientras que gran parte de la delincuencia real queda impune, se hace evidente que que los gobiernos tienen serios problemas para poner orden en sus prioridades.
Bruce L. Benson presenta un caso del que se concluye que sería mucho mejor dejar la redacción de las leyes y su aplicación en manos del libre mercado en el sector privado, donde el servicio está vinculado con el pago, creando así los incentivos necesarios para lograr un excelente desempeño y justicia para las víctimas.
Vayamos ahora a la estructura del Estado. Todo Estado es una oligarquía, en su sentido pleno: solo un número relativamente pequeño de individuos tiene discrecionalidad efectiva como para tomar decisiones críticas sobre cómo se ejercerá el poder. Además de la misma oligarquía, y de las fuerzas policiales y militares que constituyen su guardia pretoriana, existen otros grupos algo mayores constituyen su coalición de apoyo. Estos grupos suministran importante apoyo financiero y de otro tipo a los oligarcas (el uso y goce de aviones, helicópteros, yates, lujosas propiedades y demás) que esperan ver recompensados: contratos de obra pública, formas de contratación amañadas, subsidios, concesiones exclusivas y/o monopólicas, protección respecto de competidores locales y/o extranjeros o privilegios legales. Todos están canalizados hacia ellos a expensas del gran resto del sector privado en general. Así, la casta política —oligarcas, guardia pretoriana y coalición de apoyo— se vale de todo el poder del gobierno para explotar coactivamente a quienes no pertenecen a esta casta, amenazando con la aplicación de la violencia coactiva contra aquellos que no paguen el tributo que los oligarcas exigen mediante las reglas que ellos mismos dictan —el eufemísticamente denominado «cuerpo legal tributario»—.
Las formas y rituales políticos democráticos, como las elecciones y los procedimientos administrativos formales, disfrazan tal explotación de clase, y engañan a las masas con la falsa creencia de que la existencia del Estado les rinde beneficios netos. En su forma más extrema, mediante este engaño la casta política convence a la clase explotada de que, debido a la democracia, ella misma es «el gobierno». Sin embargo, la limitada migración de individuos entre la casta política y la clase explotada, no hace más que confirmar la restricta «apertura» astutamente ideada por la casa política, a fin de crear el espejismo de que «cualquiera podría». Aunque el sistema es inherentemente explotador y no podría existir bajo ninguna otra forma, tolera cierto margen de maniobra en los márgenes, reservándose la exclusiva determinación de qué individuos específicos serán los «beneficiados», y cuáles los «benefactores». La restringida «circulación de élites» en la cúspide de la oligarquía también sirve para enmascarar su carácter corporativista, esencial y característico del sistema político.
No obstante, desde siempre se cuenta con la sólida norma interpretativa de que todo lo que no es posible lograr si no es mediante amenazas (coacción) y el efectivo ejercicio de la violencia en contra de individuos inofensivos en el sentido de la fuerza de facto no puede ser legítimamente beneficioso para nadie. La creencia de las masas en los beneficios generales de la democracia representa una especie de síndrome de Estocolmo en gran escala. Sin embargo, por mucho que se extienda este síndrome, no puede alterar el hecho básico de que, debido al funcionamiento del gobierno tal como lo conocemos —sin consentimiento individual genuino y expreso—, una minoritaria casta vive en equilibrio a expensas del resto, lo que implica que provoca la pérdida del equilibrio del resto, mientras que los oligarcas (electos o no, apenas importa) presiden la gigantesca estructura de organizaciones criminales que conocemos como «Estado».
A pesar del encantamiento ideológico con el que los sumo sacerdotes oficiales y los intelectuales estatistas han seducido a la clase saqueada, muchos de los miembros de esta clase conservan la capacidad de reconocer algunas de sus pérdidas al menos, y a veces se resisten a nuevas o mayores incursiones contra sus derechos, expresando públicamente sus quejas, apoyando a contrincantes políticos que prometen aligerar sus cargas, huyendo del país, o evadiendo o eludiendo los impuestos y violando las prohibiciones legales y las restricciones reguladoras de sus acciones, como en la llamada economía clandestina o «mercado negro», o recurriendo a los «tax haven» (refugios fiscales) cuando pueden.
El emergente sistémico de estas diversas formas de resistencia, es una fuerza que se opone a la presión constante del gobierno para expandir su dominio. Una en contra de la otra, ambas fuerzas establecen una zona «de equilibrio», una frontera entre el conjunto de derechos que el gobierno ha anulado o confiscado, y el conjunto de derechos que la clase saqueada ha logrado retener de alguna manera, ya sea por restricciones constitucionales formales, por la evasión fiscal, por las transacciones en el mercado informal, o por otras violaciones defensivas de las reglas depredatorias del Estado. En su sentido más amplio, la política puede ser vista como la lucha para empujar esta frontera. Para los integrantes de la casta política, la pregunta crucial es siempre: «¿cómo podemos empujar la frontera, cómo podemos aumentar el dominio y el saqueo del gobierno, con un beneficio neto para nosotros mismos, los explotadores que vivimos no de la producción honesta y el intercambio voluntario, sino desplumando a aquellos que así lo hacen?». Las acciones de los políticos y burócratas reflejan a las claras su opinión de que el robo al estado es considerado un crimen más atroz que los delitos contra las personas y contra la propiedad.
Aquella crucial pregunta que se formula la casta política acerca de cómo puede aumentar el dominio y el saqueo del gobierno, queda respondida de la manera más efectiva por las crisis, en particular las generadas por los políticos, del tipo «emergencia nacional» —serias crisis económicas, siempre inducidas por los fastuosos niveles del gasto de los políticos, y en paralelo la crónica depredación de riqueza contra el sector productivo de la economía, la amenaza real o imaginaria de una guerra, u otra igualmente amenazante—. Tales crisis tienen la capacidad única y muy efectiva de disipar las resistencias del sector privado hacia el Estado, ya que de otra manera obstruiría o se opondría a su expansión.
Cualquier guerra servirá, al menos por un tiempo, porque en los Estados-nación modernos, el estallido de la guerra lleva invariablemente a las masas a «unirse en torno de la bandera y de la patria», independientemente de su postura ideológica anterior en relación con el Estado. En la búsqueda de la causa de esta tremenda, injustificada y repentina cohesión, no queda mucho camino por investigar. Tales reacciones son siempre impulsadas por una combinación de miedo, ignorancia e incertidumbre, en un contexto de intenso patrioterismo nacionalista extremo, de cultura popular predispuesta a la violencia, e incapacidad de las masas para distinguir entre el estado y el pueblo en general.
De tal manera, nuestros gobernantes nos han llevado de una perfectamente evitable «emergencia nacional» a la siguiente —nuestras modernas «guerras internas»— y, para empeorar las cosas, han aprovechado cada vez más estas ocasiones —por ellos mismos generadas— para apretarnos más la soga en nuestros cuellos. Nunca tendremos paz real y duradera —política y económica— mientras nos sintamos compelidos a obrar según la casta política nos adoctrina y nos impone. Es decir, según el conglomerado de explotadores institucionalizados que conocemos como «el Estado».
Cristian Vasylenko es magíster en Finanzas Corporativas, investigador y analista político-económico y asesor de empresas.