La idea de prohibir caprichosamente algunas drogas no es novedosa: tenemos siglos de experiencia en falaces justificaciones económicas y moralistas, escaladas represivas, corrupción, fortalecimiento del crimen organizado, y –es economía elemental– el estruendoso fracaso de toda prohibición de productos con demanda inelástica, cuando menos desde que en 1729 el emperador Yongzheng iniciara la guerra a la droga de la dinastía Qing, prohibiendo la importación de opio en China.
Al principio fue mercantilismo: al emperador no le importa el cultivo y distribución de opio chino, sino el que vendían los occidentales, desde que los portugueses circunnavegaron África alcanzado la India y China por el Índico para quebrar el monopolio musulmán del comercio con el Lejano Oriente.
- Lea más: Legalización: el fin de la guerra contra las drogas
- Lea más: EE.UU. derrochó miles de millones en guerra contra las drogas
El opio de Asia Menor y el mediterráneo alcanzaba hasta 16% de morfina, los de India y China de 6 a 8%. Así, los consumidores y comerciantes chinos preferían el opio importado a cambio del que se exportaban seda, té y porcelana.
El mercantilismo de Qing pretendía controlar centralmente todo el comercio exterior, no importar productos y cobrar las exportaciones en plata. Para desgracia del tesoro imperial, desde el principio salía plata de China a cambio del opio importado.
Se entiende que la larga e insegura Ruta de la Seda dificultara introducir el opio de Egipto y Turquía en China hasta que los portugueses llegaron por mar, como que la mercantilista burocracia china reaccionara contra la importación de un producto que se pagaba en metales preciosos, o en las mercancías de cuya exportación aspiraba a obtenerlos, hasta que el proteccionismo chino chocó con la realidad de que es imposible prohibir algo cuya demanda no cae cuando sube su precio.
Lo que no se entiende, entonces o ahora, es la terca insistencia en el error.
Aunque el emperador Yongzheng tuvo la perspicacia de no prohibir el opio local y aplicó la pena de muerte a contrabandistas y dueños de fumaderos, el contrabando pasó de menos de dos toneladas en 1729 a cerca de 2 mil toneladas hacia 1840.
La fortuna de los contrabandistas europeos y las mafias chinas que hicieron del crimen organizado un poder en la sombra durante la dinastía Qing se originó en edictos imperiales que entre 1793 y 1796 prohíben además de la importación, toda la producción y comercio de opio en China.
A poco del edicto de 1796, los productores legales y su opio de menor concentración desaparecen y el emperador Jianqing inicia una “guerra a las drogas” con idénticas falacias, propaganda y desinformación que la actual.
Monopolio de mafias y contrabandistas sin competencia legal, con precios al alza por la prohibición y demanda inelástica, lo único que logra la pena de muerte al subir los precios es incrementar las ganancias, extendiendo la corrupción desde los funcionarios de bajo nivel hasta la propia casa imperial.
La guerra a las drogas de los Qing fracasa tan miserablemente en sus objetivos proteccionistas que el contrabando de opio produce la primera balanza comercial desfavorable de la larga historia china.
Las guerras del opio
La británica East India Company, tras conquistar la India, estableció plantaciones de opio de alta calidad en Bengala para abastecer China, llegando a “sobre abastecer” un mercado negro en que bajan los precios mientras el emperador Daoguang centralizaba la persecución de la droga en 1839 bajo el comisionado imperial Lin Zexu.
El primer “zar antidrogas” de la historia encarceló 1.700 distribuidores y confiscó 70.000 pipas de opio a poco de su nombramiento. Acto seguido confiscó al mayor contrabandista del opio de China, el Tai Pan británico Willian Jardine, más de tonelada y media de opio, requiriendo 500 jornaleros por 23 días para contaminarlo con sal antes de arrojarlo al mar, lo que ocasionó la primera guerra del opio, en la que el ejército chino fue fácilmente vencido por los británicos –gracias a los mapas, información detallada de posiciones, fuerzas y equipamiento chino y un plan de operaciones del propio Jardine–.
El comisionado fue destituido y China perdió la soberanía de Hong Kong, en adelante colonia británica y centro del comercio de opio, legal en territorio británico –en el Reino Unido se vendía libremente, especialmente en polvo muy barato y láudano, más costoso– e ilegal en China. Cinco puertos se abrieron al comercio europeo y la debilidad militar china quedó en evidencia.
La segunda guerra del opio se inicia cuando los británicos intentan renegociar al tratado de Nankín para obtener el libre comercio en toda China. Pese a enfrentar la rebelión Tai Pin, el Gobierno imperial rechaza la solicitud que británicos, franceses y estadounidenses le presentan, y olvidando la primera guerra del opio, oficiales chinos incautan un barco dedicado al comercio de opio bajo bandera británica, encarcelando a sus propietarios y tripulantes chinos, lo que será denunciado como violación del tratado de Nankín, dando lugar a la completa derrota de China.
Finalmente, la emperatriz regente Cixí empleó la única arma efectiva contra los contrabandistas y las mafias al legalizar la importación y el consumo con un arancel de 5%, y en 1880 el emperador Guangxu, bajo su tutela política, legaliza nuevamente el cultivo de opio chino.
La producción local –ahora de alta concentración– desploma los precios, destruyendo la base financiera del crimen organizado y desplazando a las casas comerciales británicas del negocio del opio en China.
El problema del crimen asociado al opio desaparece, y los consumidores pasan a ser tan inofensivos en el Celeste Imperio como lo eran en la comunidades chinas de territorios en que el producto era legal.
No obstante, en pocos años, el moralismo prohibicionista se abriría paso desde la propia Gran Bretaña sin la menor atención al desastroso fracaso de la China imperial con la prohibición del opio.