Hace poco que los ecologistas, y tras ellos los grandes medios –y por supuesto Hollywood– hacían un enorme escándalo con un supuesto extermino de las abejas por el malvado capitalismo. Ya no lo mencionan. Y hay más abejas que antes. El capitalismo no exterminó a las abejas. Las salvó.
Hace poco más de una década se detectó el colapso de colmenas a una escala preocupante. Que tantos ecologistas –y tras ellos la gran prensa y el mundo del espectáculo– anunciaran un apocalipsis ecológico con la desaparición inminente de las abejas y el “fin de la polinización” –incluso en una exitosa película infantil de dibujos animados– en una Norteamérica de la que las abejas no son naturales (ahí son una especie invasora introducida artificialmente por los criadores y a la que no le faltan sus propias especies polinizadoras nativas) muestra lo “conocedores” que realmente son.
El asunto fue que en 2006 los apicultores –principal pero no exclusivamente en Estados Unidos y Canadá– comenzaron a ver pérdidas invernales excesivas y misteriosas de abejas. De ahí en adelante, se reportaron más muertes invernales de las consideradas normales. Activistas ecologistas –profesionales, pero no de la ecología sino del socialismo revolucionario– vieron la oportunidad de un nuevo escándalo mediático para transmitir su mensaje filototalitario. Y la aprovecharon.
En poco tiempo, los grandes medios de los Estados Unidos –en su mayoría fuertemente escorados a la izquierda– clamaban la gran crisis ecológica del inminente exterminio de las abejas. Time lo tituló escandalosamente “bee-pocalypse”, término que adoptó el grueso la prensa izquierdista en Estados Unidos. No menos apocalípticos fueron los que prefirieron denominarlo “beemaggedon”. Lo que les faltó de veracidad, les sobró de amarillismo. Hacia 2013, la Radio Pública Nacional de Estados Unidos anunciaba con estilo circunspecto que “las cosechas habían alcanzado un punto crítico” y Time se atrevía a pronosticar para el futuro inmediato “un mundo sin abeja”.
Usaron al inmortal método del capitán Renault en la película Casablanca: ir tras los sospechosos habituales, es decir, los organismos modificados genéticamente y líneas de alta tensión al “culpable” designado favorito de ecologistas políticos desde tiempos de La primavera silenciosa de Rachel Carson (responsable del primer y mayor éxito político ecologista con la temprana prohibición del DDT que ocasionó la muerte de millones de personas en el tercer mundo mediante la reintroducción y extensión de la malaria y otras endemias). Para las abejas señalaron los pesticidas a base de neonicotinoides. Investigaciones independientes –y la EPA– afirmaron, no obstante, que no afectan significativamente a las abejas. La prohibición en la UE incrementó el uso pesticidas sustitutivos mucho más peligrosos.
Pero la administración Obama dedicó a ello 82 millones de dólares y un comité. Marcas comerciales oportunistas adoptaran campañas de “salven a las abejas”. De todo aquello, no salió nada útil. La excepción fue la industria de la miel, que en realidad se jugaba la existencia. Ahí, en las entrañas del capitalismo agrario sí buscaron (y encontraron) soluciones. La historia se puede resumir en que los apicultores en buena parte del mundo –y especialmente en Norteamérica– son “nómadas”. Trasladan sus colmenas en las noches a lo largo de regiones de polinización. Contratan con las granjas. Instalan colmenas entre cultivos que garantizan la producción de miel y requieren de sus abejas para la polinización. Van de cultivo en cultivo en las rutas que más convengan a agricultores y apicultores. En invierno, las colmenas descansan en otros lugares. Es tras los inviernos que se ve el colapso de colmenas. Lo nuevo no es que mueran más abejas en esa parte del ciclo. Es el inusual número. El que en algunos casos, simplemente abandonan las colmenas desapareciendo.
Los apicultores sí que han identificado y combatido con pesticidas apropiados los dos factores más claros del problema: ácaros y hongos. Los atacan con acaricidas y fungicidas para escándalo de ecologistas. También la industria ha incrementado la oferta de nuevas reinas para repoblar rápidamente nuevas colmenas. Una reina no es otra cosa que una abeja alimentada con jalea real. Los productores de reinas son capaces de producirlas muy rápidamente y de venderlas a bajo precio. Así que fue por el interés de la industria capitalista de la miel –la que invierte en mantener las abejas de las que obtiene sus ganancias– que el capitalismo salvó a las abejas.
Hoy hay más abejas que antes. De hecho –y es un hecho importante– la introducción de las abejas en territorios de los que no son nativas, como Norteamérica, fue hace más de 100 años paralela a la extensión en esos territorios de cultivos comerciales que no podrían depender de polinizadores nativos. A menos que se incrementara su número como el de las abejas, y no hay industria que lo haga, excepto la de la miel.
En vez de sentarse en comités presidenciales a gastar millones de dólares de los contribuyentes en medidas inútiles –y frecuentemente contraproducentes– los itinerantes apicultores enfrentaron la enfermedad y los parásitos. Atacaron las causas y reprodujeron más abejas. Siguen en los caminos de los cultivos, en camiones de abejas y miel, proporcionando servicios de polinización demandados por la agricultura. Y usted ya sabe por qué de eso no le informarán los grandes medios que anunciaron el “mundo sin abejas” exigiendo mas regulaciones, impuestos y burocracia: no pueden atribuir el éxito al gobierno. No pueden tampoco promover intervencionismo socialista informando lo que finalmente ocurrió. También porque no desean dar luz al recurrente fallo de sus profecías apocalípticas.
Pero intencionalmente exageré en el título de esta columna. Porque otra parte de la prensa –por ahora minoritaria– sí que lo publica. Y hoy –fuera de países bajo totalitarismos o fuertes autoritarismos– la información o desinformación que cada quien tiene, es la que pide en redes sociales. Quien no se enteró de cómo y por qué el capitalismo salvó a las abejas, fue quien no quiso enterarse. El problema es que, por desgracia, fue una muy voluntariamente desinformada mayoría.