Antes de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte del dinero del mundo era emitido bajo la limitación del patrón oro. Aunque autoridades monetarias –fueran o no bancos centrales– de colonias, protectorados y naciones subdesarrolladas usaban frecuentemente en lugar de oro divisas de las potencias para respaldar su propia emisión. E incluso con oro en bóveda, los Parlamentos autorizaban a los bancos centrales a mantener menos oro del necesario para emitir sin respaldo, y prestarlo al gobierno de una u otra forma, ya que era difícil que todos los tenedores de libras del mundo se presentasen el mismo día a pedir su oro en el Banco de Inglaterra. Especialmente, si parte de esas libras estaban depositadas como encaje en bancos centrales coloniales y foráneos. Ningún emisor, gubernamental o privado, podía imprimir exitosamente billetes sin algún respaldo metálico creíble.
La capacidad de emitir dinero estaba limitada por la producción y existencias del metal. Como la inflación no es sino abundancia de medios de pago, el sistema, aunque imperfecto y frágil, era una muralla de contención contra los excesos monetarios. Por algo cada guerra, crisis, o exceso se acompaño de la suspensión temporal del pago en oro. Y se saldó con devaluación o recesión al retomarla. Ni el imperio británico –primera potencia de entonces– podía librarse mucho tiempo del anclaje al oro. O devaluar sin costosas consecuencias inmediatas.
La ventaja crítica del sistema de patrón oro y cambio fijo de preguerra es que dificulta a los gobiernos emitir dinero para financiar gastos sin cobrar impuestos proporcionales. Hay alternativas mejores, con menos interferencia gubernamental en el dinero. Pero también peores con más intervencionismo. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo fue hacia las segundas. El FMI nació en la conferencia de Bretton Woods, como clave del nuevo sistema monetario internacional. Nació de la cooperación entre Harry Dexter White, miembro clandestino del partido comunista de Estados Unidos y ayudante del Secretario del Tesoro y J.M. Keynes, el más influyente economista presente.
Keynes proponía abolir el interés, nacionalizar la inversión y sustituir el oro por deuda pública como medio de pago generalmente aceptado. Hasta un comunista infiltrado como Dexter White entendía que era demasiado. Pero Keynes empujaba en la dirección en que Moscú identificó una trampa viable contra Occidente. Obtendría al menos un prestamista de última instancia en que cada país depositaba parte de sus reservas y las incrementaba automáticamente con un derecho acreedor contra el Fondo por más de lo depositado. Restando lo imposible, quedaba de la propuesta del británico suficiente para asestar una puñalada al corazón del capitalismo.
Tras tres décadas ninguna moneda conservaba su poder compra porque al aumentar la capacidad de emisión se pudo incrementar el gasto público sin aumentar proporcionalmente los impuestos, pero al coste de una inflación estructural. Es decir, de un aumento de impuestos disfrazado y postergado. Se había expropiado subrepticiamente buena parte de los ahorros de millones de familias en favor de Estados que pronto controlaban una inaudita mitad, o más, de la renta nacional. Entonces impensable, hoy usual. Se forzaba a los ciudadanos a elegir entre inflación o altos impuestos y a terminar frecuentemente sufriendo ambos.
La ficción en que se había transformado el antiguo encaje metálico se abandonó rápidamente, con lo que las reservas del fondo pasaron a ser divisas sin respaldo metálico de mediados los años 70 de siglo pasado en adelante. La propiedad privada sufrió con la creación del FMI su retroceso más importante desde que los emperadores romanos multiplicaban denarios agregándole cobre al oro y estaño a la plata, e intentaban prohibir el alza de precios resultante.
Con manipulaciones monetarias como las de Diocleciano el Imperio Romano debilitó el verdadero poder del que dependía el de sus legiones, una economía productiva e innovadora con economías de escala que no se verán otra vez hasta la revolución industrial. Así, el primer sistema internacional de comercio occidental seguro desapareció por siglos. Y así hemos caminando al borde de un colapso monetario a escala global hoy. Tan simple como gastar mucho más de lo que ingresaba por impuestos, reducir la política a la guerra entre grupos de presión subsidiados y privilegios luchando por el botín y finalmente imponer tardías alzas de impuestos descapitalizando la producción y el comercio.
Es la más anticapitalista de las burocracias internacionales de los primeros tiempos del actual sistema de multilaterales, la que nació con el objetivo de atacar el corazón mismo del capitalismo. El FMI es atacado hoy por la izquierda como defensor del capitalismo. Nada tan injusto y tan conveniente. Injusto porque si el FMI no les presta dinero a los gobiernos sin condicionarlo con algunas garantías, al menos aparentes, de que podrán regresarlo, es porque cuando un gobierno acude al FMI generalmente ya agotó su propio banco central y se quedó sin recursos para cubrir sus obligaciones en divisas. El FMI les pide que aumenten su ingreso para aproximarlo en algo a su gasto. Lo que pueden hacer esquilmando a sus poblaciones tanto como quieran o puedan. Algo que no tiene nada de capitalista.
Pero lo que molesta a los políticos e intelectuales de izquierda es no poder tomar por la fuerza “de ley” recursos que no les pertenecen pero desean usar, lo que pueden hacer, de una u otra forma, en sus países. Es absurdo acusar de capitalista a un FMI que ha aplaudido y financiado estatizaciones, grandes aumentos del tamaño, funciones y poder de burocracias, devaluaciones, controles de cambios, controles de precios, aumentos absurdos de impuestos, creación de altos y discrecionales impuestos directos al consumo, e incluso impuestos a la simple movilización de dinero, y que se ha opuesto a todo lo que implicaría libre mercado y propiedad privada en las naciones más pobres. Denominarlo capitalista y neoliberal confunde. Distorsionar la realidad y logra alejar la idea misma de un capitalismo de libre mercado con dinero global sano de la mente de todos, incluyendo la de sus naturales defensores.