Incontables generaciones de nuestros antepasados vivieron vidas tan cortas, violentas y miserables que si observasen lo que disfrutan hoy en la mayor parte del planeta –incluso los más pobres– creerían que en nuestro mundo los hombres únicamente pueden ser felices. A valores actuales, las fortunas del los magnates más ricos del pasado –más o menos lejano– dan cifras que hacen pequeñas a las mayores fortunas de hoy. Y sin embargo, aquellos hombres padecieron penalidades que hoy ni imagina el ciudadano promedio. El banquero más rico del mundo a finales del siglo XVII murió de una infección que hoy se curaría con un simple antibiótico de amplio espectro.
Lo que disfrutamos –y damos por hecho estúpidamente– resultó de los esfuerzos de nuestros antepasados por hacer su propia vida –y la de sus descendientes– mejor. Es producto de su inventiva, capacidad empresarial, valor, trabajo, sacrificio, ahorro y sufrimiento. Pero sobre todo, es el resultado de su capacidad para seguir adelante en medio de las miserias de una vida que –incluso para los ricos y poderosos– era infinitamente peor que la nuestra. No conocían otra, pero podían imaginarla y en tal medida esforzarse para alcanzarla, casi siempre sin éxito, lo que no les parecía espantoso, sino natural. El fracaso, el sufrimiento y las miserias de la vida la entendían nuestros antepasados como lo normal y esperable en sus vidas. Sabían que el éxito y la felicidad eran excepciones extraordinarias arrancadas a la miseria diaria con enorme esfuerzos, y algo de suerte.
Espanta constatar que en las sociedades más prósperas y libres que el mundo ha conocido prevalezca hoy la irracionalidad hiperemocional, anclada en atavismos ancestrales de cuyo rechazo y control emergió la civilización misma. Lo obvio era que:
- Sociedades cada vez más prosperas –por su cada vez mayor capital por habitante– asegurarían la supervivencia de los pusilánimes en números crecientes.
- La democracia haría de sus aspiraciones norma.
- Gran parte de la intelectualidad se dedicaría a venderles una u otra versión de las inviables y destructivas teorías socialistas.
- Los políticos las abrazarían en busca de más poder para sí mismos.
Lo asombroso e inesperado es la ausencia de una respuesta intelectual y política efectiva, ya al borde del abismó. Y he de repetir que la palabra clave no es “respuesta” sino “efectiva”. Por supuesto que respuesta hay. El asunto es que no está funcionando. La mayoría de nuestros contemporáneos corre alegremente hacia el abismo negándose a verlo. La gran paradoja de nuestros tiempos es que tal epidemia intelectual de idiotez se expanda justamente en las sociedades más libres y prósperas. No en las más violentas, brutales y retrógradas. Ahí, hay fe en la superioridad moral de su propia barbarie y voluntad de expandirla a todo el mundo. Las culturas más convencidas de sí mismas son hoy las más lejanas de la libertad, las menos capaces de crear amplia prosperidad. Incluso cuando –como en China– pareciera lo contrario, ver más de cerca es constatar que para las grandes mayorías se trata de una muy relativa y limitada prosperidad a cambio del menor resquicio de libertad.
Cualquier cultura civilizada de gran escala ha tratado a lo largo de su historia –de una u otra manera– con las ideas y valores que en Occidente condujeron a la revolución científica, tecnológica, económica, moral y política de los últimos tres siglos. En cualquiera podrían llegar a prevalecer como en su momento en Occidente. Pero no es eso lo que está pasando hoy, ni siquiera en Occidente. Y justamente en Occidente, apartando el tema de la legitimación de la envidia como axioma moral del socialismo, el asunto es que una creencia falsa se extiende como la peste, atacando las bases la civilización occidental y con ella la libertad y prosperidad de la que disfruta hoy la mayor parte de la humanidad..
Y es la creencia que la vida es, o debería ser fácil, plena y libre de esfuerzos y dificultades. La creencia en el derecho, no a la búsqueda de la felicidad, sino a la felicidad como derecho. La creencia de los incapaces y pusilánimes de que son únicos, especiales y dignos del éxito y la plenitud que en realidad son incapaces de alcanzar. Y se empeñan en envidiar y destruir. La creencia en que la mera existencia implica el derecho a reclamar comodidad, lujos, ocio y satisfacción. La idea irreal de la vida sin esfuerzo, del éxito como algo que se le debe a todos y cada uno. La falacia absurda de la felicidad como algo dado, que en caso de no aparecer mágicamente de la nada exige lanzarse a una orgia de destrucción para reclamar lo imposible.
Si hay algo en lo que debemos insistir es el problema del pusilánime como modelo de falsa superioridad moral, a fuerza de falaz victimismo. En la falacia –de suyo absurda e imposible– de creer en la magia “social”. Es una estafa autodestructiva, que conduce las vidas de la mayoría de los idiotas que en ella se empeñan hacia la miseria del completo y absoluto fracaso. Porque la realidad es que la vida es dura, y al final mueres. Y únicamente cuando entiendes esa dura realidad –que seguirá ahí sin importar los descomunales avances ya logrados– y los inimaginables por venir si superamos la paradoja de la idiotez presente. Puedes luchar, una y otra vez en medio del fracaso y la infelicidad por los pocos éxitos y maravillosos momentos de felicidad que tus limitadas capacidades puedan darte. No eres especial. El mundo nada te debe. Y tu éxito y felicidad dependen única y exclusivamente de tus propios esfuerzos –desde tu propia circunstancia– y cada segundo que pierdes envidiando, reclamando y destruyendo, estás empedrando el camino a tu propio infierno. Y este infierno es el infierno de todos –o de casi todos– porque son precisamente los idiotas que niegan la realidad los que hacen su propia vida (y la de todos) mucho peor.