
Innumerables autores liberales han señalado de una u otra forma que una fundamentación de la doctrina liberal en un estrecho utilitarismo no parece ser suficiente para el avance de un sistema de mercado libre sustentando en un Estado de derecho con claras y efectivas limitaciones al poder gobernante, aunque eso y no otra cosa sea indiscutiblemente lo mejor para los intereses de todos y cada uno (muy especialmente de los más pobres). Yo mismo he insistido más de una vez en que de poco sirve mostrar la realidad objetiva y natural (¡no social ni ideológica!) de la escases, la abrumadora evidencia teórica y empírica sobre la superioridad absoluta de una sociedad libre para sostener la vida de millones en condiciones superiores a las de cualquier otro orden social, o la indiscutible imposibilidad de los procesos intersubjetivos de la economía libre en ausencia de plena propiedad privada, y menos la necesaria correspondencia dinámica entre un sistema de mercado y su correspondiente marco jurídico y moral.
El problema es que estamos ante masas de convencidos de la supuesta maldad moral de los mejores productos de la civilización, y la supuesta bondad moral implícita de ideologías criminales capaces de producir exclusivamente destrucción y muerte. Y mientras subsista un convencimiento moral generalizado en tan descomunal error, desde sus activos agentes convencidos de la supuesta superioridad moral de su propia bestial brutalidad, hasta sus genéricos simpatizantes irreflexivos e incluso inconscientes –y en la gradación que va de unos a otros cabe hoy la mayor parte de la humanidad, de una u otra forma– serán inmunes a la realidad misma.
Pero eso ni implica, como tienden a concluir quienes tropiezan por primera vez con esto, que el problema de la forma en que generalmente se presentan los fundamentos éticos de la libertad esté en que los liberales estudien economía política en exceso, ni muchísimo menos que fuera negativo que se nieguen a sustentar su doctrina en la aparente coincidencia con la supuesta verdad revelada en textos sagrados de religión alguna, porque si un error ha evitado, mayormente, el liberalismo es ese. Es indudable que la idea misma de racionalidad contemporánea es sinónimo de cálculo, como lo es que tal convención cultural tiene orígenes perfectamente claros en la historia de la filosofía, cuando Kant exilia la metafísica a la Siberia de la creencia, reduciendo el saber racional a una integración copernicana de la matemática y la física. Es precisamente la paradoja de tal creencia cultural –a la bien que cabría calificar de prejuicio– en la racionalidad reducida al cálculo (junto con otros prejuicios) una clave del desconocimiento de los notables avances subjetivistas en una precursora economía escolástica tardía por posteriores economistas empeñados en que mediante información objetiva inexistente, o a lo menos desconocida, su agente maximizador racional, en cuanto racional, tiene que maximizar mediante el cálculo.
Al insistir en tal concepto de racionalidad, el marginalismo, en lugar ilustrar el proceso de la mente creativa que descubre fines, la reduce a un agente que calcula medios y así, en los modelos del paradigma dominante, vemos a los agentes tratando de maximizar su utilidad en ese sentido matemático, con lo que el descubrimiento de la utilidad marginal intersubjetiva se intentará reducir al cálculo, y eso implica limitar la ciencia económica a la racionalidad instrumental de Weber, como asignación eficiente de medios a sus fines. Y no otra fue la ruta del grueso del pensamiento económico desde finales del siglo XIX, especialmente cuando se cruza la frontera que va de Jevons, Baroni y Paretto, a Marshall y la mayoría de las líneas de pensamiento económico subsiguientes.
Otros grandes economistas advirtieron que ese enfoque en la economía neoclásica era erróneo en su imitación del método de las ciencias naturales. Y en algunos sentidos se adelantaron a la demoledora crítica que para tal método en las propias ciencias naturales fue completada por epistemólogos como Kuhn, Lakatos y Feyerabend. Pero esos son asuntos de los que los modeladores neopositivistas en la ciencia económica en particular, y las ciencias sociales en general, aparentemente aún no han tenido noticia por medio del manido recurso de mirar a otro lado.
Pese a todo, sería difícil negar que mientras más liberal resulte una escuela del pensamiento económico, menos se la podrá acusar de aquello; o en otros términos y a riesgo de herir susceptibilidades, en última instancia, el único de los descubridores del valor marginal que se resistió consistentemente a reducir la racionalidad al mero cálculo, manteniendo la visión del hombre como agente activo y creativo, en lugar de como mero maximizador matematizado, fue justamente Karl Menger. Así que no es poca pues la diferencia entre la escuela austríaca y el resto de la primera economía neoclásica –y consecuentemente con el keynesianismo, neokeynesianismo y síntesis neoclásica, posteriores– cuando resulta ser nada menos que antropológica.
Así que todo se reduce a recordar que tratamos con la valoración subjetiva de esos agentes reales, creativos y sujetos a error, y eso implica que puedan valorar en más aquello que para nuestra propia escala de fines –e incluso para el más elemental sentido común– resulte completamente contrario a sus más obvios, elementales y primarios intereses. El hombre es libre de actuar contra sí mismo, pero no de evadir las consecuencias de tales acciones, y suponer que no lo hará por utilitarismo implica de una parte olvidar que el error, y la terca insistencia forman parte de la compleja naturaleza humana, y más importante incluso, que hay mucho de irracional y atávico en los condicionantes de nuestras escalas subjetivas de fines. O lo que es lo mismo, que podemos fácilmente valorar en más, y perseguir activamente, aquello que individual o colectivamente, nos conduzca a la autodestrucción.