EnglishDesde la Antigüedad Clásica se tiene conciencia de que “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”, como sentenció Marco Tulio Cicerón.
Más cercano en el tiempo y en el espacio, en el siglo XIX el entonces presidente argentino, Nicolás Avellaneda, volvió a pronunciar esa frase, cuando su país se encontraba sumergido en una profunda crisis política, económica y financiera.
Es bueno recordar que en ese momento, cuando el déficit fiscal era agobiante y había que pagar una abultada deuda pública, la decisión que tomó Avellaneda fue realizar una drástica reducción del gasto público. Al fundamentar frente a su pueblo su accionar, expresó:
Hay 2 millones de argentinos que economizarán hasta sobre su hambre y su sed, para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros.
La actitud honesta de Avellaneda y su pueblo contribuyó en gran medida para que Argentina, al poco tiempo, estuviera entre las naciones con mayor PIB per cápita del mundo, a la par de Gran Bretaña, Alemania y Francia (en aquel entonces los países más ricos del mundo).
Lamentablemente para los argentinos, con las primeras décadas del siglo XX los gobernantes paulatinamente fueron cambiando de actitud.
Se impuso la “viveza criolla”, una forma de deshonestidad tanto intelectual como moral. Y el proceder incorrecto no es inocuo. Por el contrario, repercute en el nivel de vida de la población en general, como lo atestigua el persistente declinar del bienestar de los argentinos.
Actualmente estamos presenciando un nuevo acto de este drama nacional, con la actitud de Cristina Kirchner ante el más reciente default. Frente a sus dichos y los de los principales personeros de su régimen, uno no puede menos que recordar la frase de Hegel: “La historia siempre se repite, si la primera vez es tragedia, la segunda es farsa”.
El pensamiento de Cicerón también viene a cuento con respecto a lo que está ocurriendo en Chile, bajo la segunda presidencia de Michelle Bachelet.
Esa nación latinoamericana en el pasado llegó a tocar las puertas del infierno. El proceso se inició en el siglo XX con las políticas populistas que aplicaron diferentes Gobiernos, especialmente los de izquierda.
El espiral inflacionario producto de esas medidas legales provocó que entre 1950 y 1975 la inflación haya sido de 11.318.874%. En ese período Chile ostentó el triste récord de “campeón” mundial de la destrucción del valor de la moneda. Está demás decir que esa situación trajo aparejada un notable descenso en la calidad de vida de los chilenos, principalmente, de los sectores más pobres.
La dictadura posterior de Augusto Pinochet fue tan sólo el desenlace lógico de esa situación. La autocracia fue de derecha como bien podría haber sido de izquierda, porque tal cómo explica claramente Friedrich Hayek en su Camino a la Servidumbre, las políticas estatistas necesariamente conducen a ese destino.
Por largos años los chilenos sufrieron el yugo dictatorial, pero con habilidad lograron recuperar en forma pacífica su democracia. Para los latinoamericanos que pasamos por procesos similares, una de las cosas que más nos llamó la atención de los políticos chilenos de izquierda fue la autocrítica que habían realizado.
Reconocían los errores del pasado y tenían la firme determinación de no volver a cometerlos. Habían entendido que es la sociedad civil y no el Estado quien produce riqueza. En consecuencia, la mejor manera de lograr que disminuya la pobreza y la indigencia es creando las bases para que el espíritu emprendedor se manifieste sin obstáculos legales.
Tomaron conciencia de que los empresarios son los verdaderos héroes nacionales, ya que sobre sus espaldas cargan al resto de la población. Es la única manera de salir del subdesarrollo y encaminarse hacia el progreso sostenible en el tiempo, para beneficio de toda la sociedad.
Con ese norte en la mira, la Concertación gobernó con pericia los destinos de su país, convirtiendo a Chile en modelo a imitar por el resto de las naciones sudamericanas. Esa orientación, el éxito económico, y el progreso social continuaron bajo la administración del conservador Sebastián Piñera.
Pero, inexplicablemente, al aspirar a la presidencia por segunda vez, Bachelet pareció cambiar de tesitura. Para empezar, se alió con los comunistas, cosa que hasta entonces la Concertación había evitado hacer. Eso ya demuestra un cambio radical de postura frente a las empresas, y a los respectivos roles que la sociedad civil y el Estado deben tener.
Esa primera percepción se vio afianzada cuando al poco de asumir, envió al Parlamento un proyecto de reforma tributaria. El eje sobre el cual giró fue el de elevar los impuestos a las empresas. La meta declarada fue la de recaudar un 3% del PIB, que en términos monetarios se sitúa en unos US$8.200 millones al año.
Al conocer los detalles de la propuesta de reforma tributaria, Renato Peñafiel, gerente general del Grupo Security, afirmó: “Como empresario, pienso que un aumento significativo de los impuestos podría repercutir sobre la inversión y el empleo. No hay incentivo a la inversión aumentando la tasa tributaria, eso es una falacia”.
A pesar de ésta y otras advertencia del mismo tenor, Bachelet continuó impertérrita con sus objetivos estatistas y populistas, y el proyecto fue convertido en ley.
Y las consecuencias no se hicieron esperar. En estos días el Banco Central informó que el Índice Mensual de Actividad Económica (Imacec), registró para junio un alza de tan sólo 0,8% interanual. En ese resultado preliminar incidió fundamentalmente la caída de actividad en la industria manufacturera, el comercio mayorista y la venta de automóviles.
Es el registro más bajo desde marzo de 2010, cuando fue de 0,2%. En aquel momento el fundamento de la poca actividad eran los efectos del terremoto y el tsunami que habían afectado al centro-sur del país.
El menguado registro actual, ¿será una advertencia del terremoto y el tsunami económicos, sociales y políticos que se avecinan si la administración de Bachelet no cambia de rumbo?
Los gobernantes del pasado tenían como atenuante la ignorancia de los nefastos resultados de su accionar. Hoy ya no es así; no hay nada que exima de responsabilidad a las autoridades actuales.