Si hay algo que logró desplazar la atención internacional del Mundial de Futbol en Rusia, fue la tragedia de los niños tailandeses y su entrenador atrapados en una cueva inundada. Estuvieron por más de dos semanas bajo tierra, en completa oscuridad en un ambiente frío, húmedo, con escasa ventilación y poca disponibilidad de alimentos y agua (bebieron la que goteaba por las paredes).
No era fácil llegar al lugar donde los 12 adolescentes -entre 11 y 16 años- y su instructor se habían refugiado. Había que recorrer unos 4 kilómetros a través de túneles completamente inundados y pasadizos tan estrechos, que había que arrastrarse para poder pasar. Para peor, muchos de ellos no sabían nadar y ninguno había buceado nunca.
Por tanto, es un verdadero milagro que se haya podido salvar a esas trece personas.
Los creyentes atribuirán a la intervención divina ese resultado tan maravilloso. Sin menospreciar las creencias religiosas y la influencia que ellas habrán tenido en este desenlace, lo que nos interesa resaltar es la cuota de este milagro que corresponde al factor humano.
¿Por qué? Porque lo sucedido pone de manifiesto un rasgo distintivo del ser humano que vale la pena destacar. Esto es especialmente relevante en momentos en que los medios se pueblan de noticias sobre brutales tiranos latinoamericanos, que asesinan y atormentan de mil modos diferentes a sus pueblos.
Por cierto, no es por casualidad que a esos dictadores se los tilda de “inhumanos” y “bestiales”. Con esas denominaciones se señala que esos sujetos carecen de algo esencial que caracteriza al hombre y en cambio, se asemejan a las bestias.
Sin embargo, si la humanidad ha progresado de un modo tan impresionante a lo largo de los siglos, es gracias a “eso” que nos distingue y hace tan especiales en el reino animal. Asimismo, prueba que ha prevalecido el lado positivo del género humano y no el negativo porque de lo contrario, ya hubiéramos desaparecido del planeta.
La odisea de estos chicos tailandeses integrantes del equipo de futbol “Jabalíes Salvajes”, comenzó el 23 de junio. Ese día Ekapol Chanthawong de 25 años -asistente del entrenador- los llevó a practicar a una cancha que estaba situada junto a la cadena montañosa Doi Nang Non, que tiene varias cavernas y saltos de agua.
Al terminar el entrenamiento se introdujeron en la cueva de Tham Luang. Eso se descubrió porque dejaron sus bicicletas, zapatos y mochilas en la entrada. Cuando quisieron salir descubrieron que era imposible porque lluvias torrenciales la habían inundado impidiendo el paso.
Sus padres dieron la voz de alarma al notar que se hacía tarde y sus hijos no habían regresado. Esa misma noche la policía emprendió la búsqueda. El 25 de junio dos buzos de la marina tailandesa empezaron a explorar el interior de la cueva para intentar ubicarlos, pero debieron suspender su labor debido a que nuevas lluvias torrenciales la volvieron a inundar.
Es a partir de este momento que se manifiesta ese elemento espiritual que convierte al ser humano es algo tan admirable. En cuanto se supo de esta tragedia, se acercaron a colaborar muchos voluntarios, tanto tailandeses como extranjeros. Llegaron buzos expertos de varios rincones del mundo y especialistas en supervivencia y salvatajes de esta índole. Un dato destacable, es que no hicieron alarde de ello y prefirieron permanecer en el anonimato.
Fue gracias a esa cooperación entre personas de diferentes nacionalidades y credos, que fueron localizados los niños en el noveno día. Los hallaron dos buzos británicos. Al encontrarlos les trasmitieron tranquilidad y les prometieron que regresarían con más gente para ayudarlos a salir.
Por otra parte, varios grupos se acercaron al lugar ofreciendo comida, apoyo psicológico y monetario a las padres de los niños, dado que se habían instalado en los alrededores para seguir de cerca las operaciones de rescate y no estaban generando ingresos. Asimismo, se hicieron círculos de oración que confortaban a los creyentes y traían esperanza.
Este milagro en gran medida es fruto del trabajo mancomunado de personas de buena voluntad, generosas, solidarias (en el sentido auténtico de la palabra) y que sienten en carne propia el dolor ajeno. Samarn Kunan es la prueba más tangible de que ese espíritu -que en cierta manera iguala al hombre con los dioses- es el que prevalecía. Kunan era un exmiembro de los cuerpos de élite de la Marina tailandesa. Pereció por asfixia mientras retornaba buceando del lugar donde se encontraban los niños, a quienes había llevado comida, medicamentos y garrafas de oxígeno comprimido.
Asimismo, esa capacidad del hombre por realizar acciones sobrehumanas, se manifestó por la forma en que todos los presentes aportaron para que la operación de rescate fuera exitosa. La planificación fue extremadamente cuidadosa: tanto al evaluar las diferentes opciones para sacar a los niños como para tener presente el aspecto anímico, que podría inducirlos a sentir pánico al tener que sumergirse en total oscuridad en aguas frías.
Gran parte del éxito de este operativo se debió al trabajo incesante de marines y socorristas voluntarios de Tailandia, China, Estados Unidos, Japón, Australia y otros países. Para facilitarles el trayecto a los niños, se perforaron más de 100 orificios donde se instalaron bombas que extraían el agua de la cueva y despejaban el acceso a la salida. Su labor diaria posibilitó que casi 3,5 kilómetros pudieran ser recorridos sin tener que bucear. Drenaron cerca de 243 litros de su interior. Para dar una idea del esfuerzo colosal que eso significó, basta decir que con esa cantidad se podría sumergir por completo a la Estatua de la Libertad.
Asimismo, participaron alrededor de 100 buzos en la cadena humana que guío y escoltó a cada uno de los niños y su entrenador por el espinoso itinerario. Un recorrido que insumía varias horas. Ese factor también fue clave.
Por último, no podemos dejar de mencionar a Ekapol, el instructor. Si bien es cierto que es el responsable de la situación creada –no debería haber dejado que los niños entraran a la cueva en esa época del año- también jugó un rol fundamental para que el grupo sobreviviera.
“Ake” –sobrenombre del entrenador- había sido monje novicio. En su labor como ayudante del entrenador de los “Jabalíes Salvajes”, entabló una sólida relación de confianza con los chicos.
Él trajo calma al equipo al enseñarles meditación. Eso los ayudó a manejar el estrés producido por esas circunstancias tan angustiantes: la oscuridad en la cueva, sin noción del paso del tiempo y sin saber si los estaban buscando o no. Además, al hacerlos meditar, lograba que conservaran sus fuerzas y que consumieran la menor cantidad posible de oxígeno. Indudablemente, eso contribuyó a mantenerlos con vida.
Además, físicamente es el que estaba en peores condiciones porque en los primeros días se negó a comer los alimentos que los muchachos habían llevado.
¿Qué nos dice este rescate sobre el ser humano?
Lo que demuestra es que la colaboración voluntaria entre hombres libres, es la situación en la cual los individuos muestran su mejor faceta. Y que es esas condiciones, los “milagros” son posibles…