Maximilien Robespierre es una de las figuras más tenebrosas de la Revolución Francesa. Fue el líder de los jacobinos. Elaboró teóricamente y durante su mandato aplicó a rajatabla la política del terror. Con la excusa de combatir a las actividades contrarrevolucionarias –según decía, tanto en lo político como en lo económico- logró que la Convención aprobara normas crueles para reprimirlas y le concediera el Poder Ejecutivo. Fue así que concentró en su persona un poder dictatorial.
Fue un período caracterizado por una brutal represión a la población. En otras palabras, terrorismo de Estado.
Robespierre creó una teoría sobre el “gobierno revolucionario” y la necesidad del “terror”. En uno de sus textos afirma que “el Gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la atención nacional; a los enemigos del pueblo no les debe nada sino la muerte. Estas nociones bastan para explicar el origen y la naturaleza de las leyes que llamamos revolucionarias. Los que las llaman arbitrarias o tiránicas son sofistas estúpidos o perversos”.
La consecuencia práctica de tal postulado fue que, por sus opiniones políticas, miles de personas fueron sentenciadas sumariamente a la pena capital por los tribunales revolucionarios. Incluso en algunos casos, la condena se fundamentó en una denuncia que podría haber sido hecha de buena o mala fe.
Según Robespierre, los “enemigos de la revolución” no eran ciudadanos y por tanto, no tenían derecho al debido proceso. Logró imponer la noción de que “virtud política” era sinónimo de “terror revolucionario” porque “el terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa e inflexible; emana, por lo tanto, de la virtud; no es tanto un principio específico como una consecuencia del principio general de la democracia, aplicado a las necesidades más acuciantes de la patria”.
Es muy posible que el venezolano Hugo Chávez –que a diferencia de Nicolás Maduro, era un ávido lector– haya calificado a su gobierno de “revolucionario”, precisamente, para poder aplicar la doctrina de Robespierre.
No es casual esa posición política, ya que tanto a Robespierre como a Chávez les sedujo la teoría de democracia defendida por Jean-Jacques Rousseau. Es decir, una donde no hubiera gobierno representativo, ni separación de poderes y en la cual, el individuo se disolviera en el colectivo.
En el plano económico, ni los jacobinos ni los chavistas creen en el derecho de propiedad ni en la libre iniciativa individual. Ergo, han expropiado arbitrariamente a mansalva, controlado los precios y establecido un salario mínimo.
Robespierre y Chávez eran muy elocuentes. En sus respectivas arengas afirmaban que el móvil de su acción era defender los derechos y necesidades de los desposeídos (los sans culottes de la Francia revolucionaria). Fue así que en un primer momento lograron convencer a la mayoría de los ciudadanos que concentraran en sus manos el poder estatal para poder “curar” moral, política y económicamente a la “república”.
Asimismo, fue el pretexto de ambos para perseguir encarnizadamente a sus opositores.
Otra cosa que los asemeja, es que durante sus mandatos se elaboraron constituciones llenas de “derechos” para los ciudadanos. Sin embargo, nunca aplicaron sus disposiciones alegando que “aún no estaban dadas las condiciones”.
El destino quiso que Chávez muriera antes de que las políticas que aplicó desplegaran todo su potencial destructivo. Le correspondió a Maduro liderar el proceso final. No obstante, hay que tener en claro que la maquinaria ya estaba armada para que llevara inexorablemente al destino programado.
Dado que Maduro no posee las cualidades histriónicas de su antecesor, recurrió a la misma táctica que Robespierre (aunque no tuviera idea de tal circunstancia): impuso el culto al Ser Supremo, personificado en la figura de Chávez y él se autoproclamó su “sumo pontífice”.
Durante la dictadura de Maduro, se reforzó el régimen del Terror tanto en el plano político como en el económico, tal como hizo en su momento Robespierre. Por consiguiente, no es por casualidad que hayan obtenido idénticos resultados: el poder total, carestía, hambrunas y ejecuciones sumarias.
Nadie –ni siquiera los antiguos adherentes al sistema- puede sentirse seguro.
Robespierre regía de forma intransigente y sus sentencias eran inapelables. Incluso, envió a la guillotina a muchos de sus camaradas.
Por su parte, Maduro persigue, encarcela, tortura y deja fuera de la ley a los líderes de la oposición política y a los manifestantes, pero también a militares y policías acusados de “conspiración”. Y lo que es aún más monstruoso, si no los encuentran cuando los van a buscar, se llevan a sus familiares, a quienes les dispensan un trato inhumano.
Humans Rights Watch (HRW) y la organización no gubernamental venezolana Foro Penal, han denunciado que algunos detenidos acusados de “traición a la patria”, o sus familiares, han sufrido “abusos aberrantes” para “obligarlos a aportar información sobre supuestas conspiraciones” o “para intentar averiguar dónde se encontraban” los presuntos implicados.
Generalmente, las detenciones son llevadas a cabo por funcionarios de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim) o del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin).
José Miguel Vivanco -director para las Américas de HRW- dijo que “el Gobierno venezolano ha arremetido brutalmente contra militares acusados de conspiración”.
El final de Robespierre se precipitó cuando se extendió el rumor, entre los integrantes de la Convención, de que daría a conocer nuevos nombres para ser ejecutados: “tú estás en la lista”, “tú también”, “tú irás en el próximo paquete”. Cundió el pánico. En este contexto, establecieron que no era posible continuar con aquella política. Por consiguiente, lo arrestaron y lo condenaron a morir al día siguiente en la guillotina, acusándolo de pretender establecer una dictadura al actuar “fuera de la ley”.
Se le aplicó a Robespierre y a sus compinches la misma “medicina” que tan profusamente se había utilizado para silenciar a quienes se habían alzado contra su reinado de terror. Con su desaparición de la arena política, terminó el período más oscuro de la Revolución Francesa.
Daría la impresión de que en Venezuela se está llegando al mismo punto. Es decir, ya nadie se siente seguro: los torturadores y perseguidores de ayer, pueden ser los torturados y perseguidos de hoy al ser acusados –con o sin fundamento- de ser “conspiradores” o “traidores a la patria”.
Un hecho que acaba de ocurrir en Venezuela podría ser un indicio de ello. Nos estamos refiriendo al secuestro de Juan Guiadó -presidente de la Asamblea Nacional y presidente interino de Venezuela según la Constitución- realizado por la Sebin.
Obviamente que, siguiendo órdenes de “arriba”, estos funcionarios encapuchados pretendían llevarlo al lugar donde sería encarcelado y posiblemente torturado, como es la práctica habitual. Sin embargo, cuando Guiadó no permitió que lo esposaran y les explicó que estaban infringiendo la ley, cambiaron por completo de actitud y lo liberaron.
Leopoldo López -líder opositor venezolano- en una grabación telefónica, coincide con la hipótesis planteada por Guaidó. Ambos dirigentes consideran que el secuestro y posterior liberación, “muestra un quiebre interno y mucha fragilidad en la cadena de mando militar del país”. Guaidó asegura que los funcionarios “lo liberaron tras informarles sobre la propuesta de una Ley de Amnistía para militares y civiles que apoyen sublevarse e integrar el gobierno de transición que propone la oposición”.
¿Será que a Maduro también le llegó su hora de la verdad?