
No debería ser así. El ser humano creó una organización llamada Estado para encargarse de ciertas funciones, no para que se convirtiera en el centro de nuestra acción y de nuestras preocupaciones. Pero esto último es precisamente lo que ha sucedido.
En cada vez más países, la decisión de quién estará a cargo de la dirección política y administrativa del Estado se ha convertido en una fuente de felicidad para algunos, de frustración para otros. Para todos, se ha convertido en una decisión importante en la vida. A la par de a qué nos vamos a dedicar y de con quién vamos a compartir nuestras vidas, pareciera que está la decisión de por quién vamos a votar cada tanto tiempo para ocupar un cargo.
Ahí están las imágenes de personas muy felices porque Barack Obama fue elegido y, al cabo de ocho años, estaban llorando ante las pantallas por la elección de Donald Trump. Las mismas imágenes se repiten en diversas partes del mundo.
Esa creciente importancia de la figura del líder del ejecutivo es resultado de la creciente importancia que adquirió el Estado desde el siglo XX. Tal vez si pudiera resumirse en una palabra la historia política de ese periodo, ésta tendría que ser estatismo. El estatismo de la Unión Soviética, de la Alemania Nazi, del keynesianismo, del llamado tercer mundo, de las supuestas revoluciones (que no fueron sino diferentes formas y personas buscando controlar las vidas de millones más y de imponerles escalas de valores), del militarismo, del Estado de bienestar.
Ese mismo estatismo ridiculizó y marginó los aportes de F.A. Hayek, por ejemplo. Pero no solo eso: cuando el estatismo hizo crisis en las últimas tres décadas del siglo, estaba tan entronizado en las mentes y creencias de la opinión pública y de los líderes que las supuestas reformas “liberales” (que le quitaban tan solo un poco de funciones del Estado en la economía) fueron recibidas dos mecanismos. El primero, sin mayor reflexión, lo llamó, peyorativamente, “neoliberalismo” y, así, sin discusión, sin demostración, sin argumentación, por el mero uso del lenguaje, caracterizó cualquier defensa de la libertad como un defensa de los privilegios, de la pobreza, de la “derecha”.
El segundo mecanismo, el peor de los dos, provino de quiénes creían en la reducción del tamaño del Estado, pero que, también en sus creencias, no concebían muchas de las recientes funciones como susceptibles de ser cumplidas por otras organizaciones. Los tecnócratas de finales del siglo XX, los defensores de la “tercera vía”, los burócratas internacionales –en particular, muchos de los representantes de las tan odiadas por otras razones, instituciones financieras internacionales– ayudaron a crear una peligrosa ilusión: que el mundo se estaba liberalizando como nunca antes en la historia, siendo que en la práctica gran parte de las funciones del Estado se estaban manteniendo intactas y muchas otras se estaban creando y profundizando.
Los estados ya estaban en nuestras “habitaciones” (imponiendo prohibiciones por cuestiones morales) y en nuestras “fiestas” (prohibiendo consumo de sustancias que se consideraban dañinas para nuestros cuerpos). Lo novedoso desde finales del siglo XX y, en particular, en los primeros años del XXI, se justificó todo tipo de intervenciones del Estado en nuestras vidas: el Estado niñera llevó a muchos a pensar que era posible un mundo en el que todos fuéramos “buenos”, no nos hiciéramos “daño” y nadie, nunca, en ningún lugar sufriera. Una utopía que, si se analiza de cerca, es la más indeseable de las distopías.
Así, el estatismo nunca desapareció. Al contrario. Pero lo importante, como lo señaló hace tantos años J. Schumpeter, no es lo que en realidad sucede sino lo que la gente cree que sucede. El Estado no estaba en retirada, pero las mayorías creyeron que sí. Muchos, incluso defensores de la libertad, ayudamos en esa equivocada idea.
Cuando vinieron los problemas de reformas a medias y de los excesos del estatismo, la explicación no fue escuchada. La culpa la tuvo, sin duda para muchos, esa supuesta retirada del Estado. En consecuencia, estamos, desde algún tiempo, en un retorno, más peligroso que el anterior, por el punto de partida tan avanzado, del Estado.
En América Latina, países como Venezuela tuvieron ese retorno hace años. Y hoy están viviendo las consecuencias. Pero ni los vecinos, como Colombia, parecen entender lo que allí sucede. Muchos creen que los problemas en Colombia son problema de quién ha estado en el poder. Y no de la concentración de poder.
Lo mismo sucedió en Estados Unidos. Muchos creen que su grupo étnico, su calidad de vida, su trabajo y su futuro dependen de quién ocupa la Casa Blanca. Si sucede en Estados Unidos que alguna vez estuvo habitado por personas que creían en la libertad y no en el Estado, la cosa pinta preocupante.
Para evitar una indeseable y peligrosa espiral de estatismo en los años por venir, no es necesario que las personas entiendan toda la filosofía y teoría política detrás del asunto. Lo más importante es que se entienda que todo se reduce a recuperar nuestra vida. Más poder para alguien, por muy bueno que sea o muy inteligente que parezca, es menos espacio de autonomía para cada uno de nosotros. Escoger personas que dejen de prometer lo que superficialmente parece deseable (como un mundo perfecto o el retorno de los viejos tiempos) puede ser un buen comienzo. Así podremos recuperar la relevancia de lo verdaderamente importante y dejar de afectar nuestra vida, nuestras emociones por algo tan superficial, así debería ser, como quién quedará elegido.