
El estatismo no es una invención latinoamericana, pero probablemente sea en nuestro continente que todos sus vicios se fortalecieron y multiplicaron. Hay varios ejemplos de tan lamentable fenómeno, y Uruguay, incluso en sus aspiraciones liberales, es una muestra válida de esta triste – y esclavizante – tendencia.
El uruguayo promedio tiene una aspiración muy clara desde muy temprana edad: ser empleado público. Es, como decimos en tierras orientales, “el sueño del pibe”.
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El lado más oscuro de tales pretensiones sean tal vez sus razones: muchos feriados no laborables, relativo buen sueldo en comparación con la actividad privada y ser prácticamente inmune al despido. El esfuerzo, la ambición intelectual y profesional o incluso el talento quedan en segundo plano en pos de comodidad y seguridad laboral.
En total honestidad, todos aspiramos a los beneficios que son tan comunes en la actividad pública.
Sin embargo, percibir al Estado como el principal dador de trabajo implica ser funcional a un modelo de estado fuerte y todopoderoso, que todo te lo da y todo te lo quita: un juego por demás peligroso; en el que la corrupción, el amiguismo y la burocracia son divas de este lupanar estatista.
Hay una clara relación entre estatismo y corrupción. Según el sociólogo argentino Juan Carlos Portantiero, el estado de bienestar latinoamericano “está asediado por los grupos de interés, el Estado resulta casi horadado por ‘anillos burocráticos’ que llegan virtualmente a colonizarlo y a hacerle perder su condición de representante de intereses colectivos para transformarlo en dador de leyes para el beneficio privado, es decir, privilegios”.
En 2016, el estado uruguayo alcanzó un récord histórico en cantidad de funcionarios públicos. En Uruguay, un país con poco más de tres millones de habitantes, casi el 10% de su población trabaja para el Estado. Si bien este fenómeno ha sido una relativa constante a lo largo de la historia uruguaya, lo cierto es que desde que la izquierda llegó al poder hace doce larguísimos años, el Estado contrató a 64.131 trabajadores.
Lo más curioso (y tenebroso) acerca de esta realidad es que el área que más obreros emplea después de la educación es el Poder Ejecutivo.
El gobierno explica esta situación con el incremento de policías y militares. No obstante, la creación de seis cargos públicos por día durante 2016, no pareciera corresponder a la cantidad de efectivos policiales.
¿Qué papel juegan las alcaldías, inventadas por el Frente Amplio con supuestos objetivos de “descentralización” que nunca fueron? Entre éstas y el Ministerio de Desarrollo Social – también implementado por el gobierno de izquierda – parece más fácil explicar este incremento sin precedentes en la historia uruguaya.
Si bien tener un vínculo laboral con el Estado no supone necesariamente convertirse en empleado público, al uruguayo de a pie nada le cambia: más empleados, más impuestos – los sueldos, no nos olvidemos, hay que pagarlos.
En casos más extremos (como en Argentina, que viene siendo “caso extremo” desde Perón) se recurre al aumento de la emisión monetaria, que causa inflación… y también pobreza.
América Latina es tierra fértil para estos estados fuertes, intervencionistas, reguladores y omnipresentes. Lo cierto – y lo que a muchos le resulta antipático – es que el estatismo tiene un costo social altísimo.
La creación de empleo público, los subsidios, el ajuste de precios; todo eso que parece en principio tan deseable es en realidad una bomba de tiempo. No hay ningún estado mega-proveedor en la historia que haya tenido un final feliz.
El fortalecimiento del individuo es el único paliativo a este mal endémico. Sólo el individuo podrá hacer frente a súper-estados insostenibles: un individuo libre de crear y emprender; un individuo que ni dependa ni se tiente con favores del estado, pues éstos le serán pequeños al compararlos con su potencial.
Este cambio es posible. Para comenzarlo sólo hace falta repetir, con absoluta certeza y convicción, las palabras que nadie quiere escuchar: tenemos un problema.