Toda persona que siga el panorama político de Colombia habrá notado la asombrosa frecuencia con que se destapan escándalos de corrupción en el país.
El ciclo va más o menos de esta manera: se destapan verdaderas ollas de podredumbre administrativa, primero se niegan los hechos, después más información sale a la luz, enseguida se crea un comité de investigación o una nueva oficina anticorrupción adscrita a cualquier entidad pública y se espera pacientemente a que un nuevo escándalo surja para repetir la misma receta.
De esta manera, es conocido por muchos que la corrupción les cuesta a los colombianos alrededor de 50 billones de pesos (USD $16.539.006.846), que Colombia ocupa el puesto 90 entre 176 naciones evaluadas por Transparencia Internacional y que, de acuerdo con Transparencia por Colombia, de un total de 167 entidades públicas analizadas, todas, absolutamente todas, se encuentran en riesgo de corrupción alto o muy alto.
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En consecuencia, existen diversos caminos para abordar esta problemática. El más importante y menos discutido es la necesidad de transformar la relación vertical que existe entre políticos y ciudadanos. Dicho de otra forma, el problema puede abordarse desde la necesidad de reducir drásticamente el presupuesto que manejan los gobiernos, eliminar cuanta entidad inútil existe y, de esta forma, suprimir la posibilidad de ofrecer cargos públicos y favores políticos con el dinero de otros. En otras palabras, empezar a ver a más políticos desempleados.
Por supuesto, esta solución, aunque plausible, cuenta con una enorme resistencia desde todos los sectores que se benefician del entramado administrativo que les alimenta con parte de las suculentas porciones del presupuesto público. Esto es: empresas y gremios conectados con los gobiernos, universidades y colegios, sindicatos y asociaciones de todos los sectores imaginables y grupos ideológicos de presión con la necesidad de esconder el apetito insaciable por el presupuesto público detrás de algún discurso conmovedor.
En este sentido, estamos frente a una paradoja, pues ofrecer una verdadera solución a la corrupción —es decir, proponer la reducción drástica del tamaño del Estado— puede significar la muerte política y la impopularidad promovida por todos aquellos que gravitan alrededor de la órbita del poder.
Ante este panorama adverso, el mayor esfuerzo de toda aquella persona preocupada por la depredación constante que sufrimos los ciudadanos a manos de los políticos, debe ser el posicionamiento de un nuevo grupo de ideas que dominen el debate público, que busquen la expansión de la autonomía personal y económica de los individuos y, sobre todas las cosas, que mantenga una desconfianza saludable respecto a la concentración del poder. En últimas, generar que se vea al Estado por lo que es y no por lo que en un mundo idílico y fantástico podría llegar a ser.
Para empezar se debe tener claro que el Estado no somos todos, ni en sentido literal ni figurado. El Estado es en realidad la suma de políticos y burócratas que claman para sí el monopolio legítimo de la violencia sobre el territorio y la población. Precisamente porque el Estado son otras personas y no ‘nosotros’ es que la evolución política de Occidente consistió en descubrir aquellos derechos fundamentales de todo ser humano que debían ser protegidos del aparato burocrático que, como lo ha mostrado la propia historia, fácilmente se sale de control.
Lo segundo que debe comprenderse es de dónde nace la autoridad política del Estado o, en otras palabras, por qué permitimos que políticos, que no resaltan precisamente por su pulcritud, sean aquellos que dictan cuáles son los comportamientos justos, lícitos y probos que se deben seguir.
En general, es posible dividir las diferentes respuestas que se han dado a esta pregunta en dos grupos: las teorías de formación voluntaria del Estado y las teorías de formación del Estado a través del conflicto.
Dentro del primer grupo se encuentra la célebre teoría del contrato social y sus variantes que, en pocas palabras, sostienen que, en algún punto de la historia la población y el Estado firmaron un contrato por el cual se generaron obligaciones recíprocas. Por parte del Estado, se creó el deber de “defender contra la invasión de extranjeros y la injurias ajenas”. Como contrapartida, la población es obligada a pagar impuestos para mantener el aparato coactivo y obedecer las leyes.
Sin embargo, el segundo grupo de teorías, explica el origen del Estado desde una perspectiva más realista. Al respecto, el economista y sociólogo estadounidense, Mancur Olson, ofreció en su ensayo Dictadura, democracia y desarrollo (1993) una explicación del proceso que llevó a la formación del Estado. Al observar la inestabilidad política de China tras las derrotas sufridas por este país ante los británicos (1839-1842) y, posteriormente, ante la coalición entre el Reino Unido y Francia (1856-1860) en las dos Guerras del Opio, así como el desprestigio alcanzado por la dinastía Qing después de la desastrosa campaña militar en la guerra chino-japonesa (1894-1895), Olson encontró las claves de lo que denominaría como la teoría del ‘bandido estacionario’.
Así, durante este periodo de inestabilidad política diversos señores de la guerra locales se apoderaban de grandes porciones de territorio, imponían nuevos tributos a sus habitantes y ejercían control territorial sobre la zona. Para asombro de Olson, todo parecía indicar que la población de la zona llegó a manifestar una clara preferencia por las altas imposiciones, sobre los saqueos ocasionales de otros bandidos, aunque esto significara una mayor pérdida de sus ingresos. En palabras de este autor:
“Si el líder de una banda de bandidos ambulantes que solo encuentra pequeñas ganancias es lo suficientemente fuerte como para tomar control de determinado territorio y de mantener fuera a los otros bandidos, él puede monopolizar el crimen en esa zona —se puede convertir en un bandido estacionario—”.
Dicho de otra forma, si este bandido estacionario tiene la capacidad de monopolizar el uso de la violencia y el robo, sus víctimas tendrán la certidumbre de no ser saqueados por otros bandidos, y a cambio pagarán la depredación regular a manera de impuestos. Por su parte, dado que cada una de las víctimas representa una fuente de ingreso para el bandido estacionario, existirán incentivos para prohibir el asesinato y condenar la violencia que lesione e inhabilite a sus súbditos.
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De esta forma, la teoría del bandido estacionario entiende que el Estado cuenta con las mismas funciones que la teoría del contrato social le otorga: seguridad, justicia y defensa. Sin embargo, existe un importante cambio en la legitimidad, pues el poder de los políticos no surge ya de la voluntad, sino de la imposición y la amenaza.
Por lo tanto, comprender la naturaleza del poder político es una herramienta útil para frenar su influencia sobre la vida de los ciudadanos. En definitiva, la batalla contra la corrupción pasará por promover la reducción del poder de los políticos e insistir en tener al bandido estacionario como sirviente y no como amo.