Luego del gobierno de Néstor Kirchner y los dos de su esposa Cristina, Argentina quedó sumergida en una crisis económica, monetaria, institucional y política, pero por sobre todas las cosas, cultural.
Haciendo uso de todo el aparato del estado multiplicaron la cantidad de empleados públicos en los ministerios, beneficiaron hasta el absurdo a los empresarios amigos (sospechados de testaferros) y fomentaron un discurso de pensamiento único donde el que ponía en tela de juicio la verdad dogmática impuesta era señalado y perseguido. Vale remarcar que lo de “persecución” no es un recurso literario.
En miles de oportunidades la agencia federal de impuestos ha puesto mucho más énfasis en los controles de los críticos del gobierno, que en sus partidarios. El acoso llegó inclusive a los periodistas críticos, que en una oportunidad fueron víctimas de un “juicio popular” donde fueron declarados culpables y sus imágenes fueron utilizadas como blanco de escupitajos de militantes kirchneristas, que inclusive utilizaron a sus hijos para participar del vergonzoso show.
El dogma defendido por el último gobierno tenía como núcleo central el “rol del Estado”. Las herramientas burocráticas eran las adecuadas para salir de la pobreza, pero también para diseñar la estructura económica del país.
Los alcances del gobierno no solo llegaron durante la última década a los supuestos necesitados mediante asignaciones sociales. Los subsidios alcanzaron a toda la clase media y a muchos grupos empresarios se vieron beneficiados, mientras que otros, lógicamente perjudicados. El resultado de estas políticas fueron provincias quebradas y endeudadas, una inflación cercana al 40 % anual reprimida con controles de precios y cambios. Una verdadera bomba de tiempo para el próximo gobierno, sea del color político que sea.
La continuidad del modelo era el camino venezolano. La salida sería dura y difícil. En ese contexto se dio el debate presidencial entre Mauricio Macri y el gobernador de Buenos Aires, Daniel Scioli por el peronismo.
Por el lado de Cambiemos, se eligió hacer énfasis en los casos de corrupción, en los modos autoritarios del gobierno y en la necesidad de una mayor transparencia y honestidad. Por el lado del oficialismo se amenazaba con el monstruo “neoliberal” que significaría la llegada de Mauricio Macri, que se defendía diciendo que “nadie perderá sus derechos”, que “las empresas estatales continuarían de gestión pública” y que nadie debía preocuparse por “el cambio” (termino más usado en la campaña).
Mauricio Macri no siempre tuvo el mismo discurso. Con su llegada a la política, y en épocas de su sociedad con el economista liberal Ricardo López Murphy, se animaba a decir que el estado no debía manejar empresas y que la financiación de programas como “Fútbol para Todos” debía terminar. Mientras se fueron incrementando sus chances de llegar al gobierno sus claras definiciones sobre temas concretos fueron mutando a conceptos más relacionados con “el dialogo” y “la gestión”.
El momento donde se vio recrudecido este cambio fue cuando se confirmó que habría un ballotage (segunda vuelta) con Daniel Scioli. Si bien la merma en su discurso ya había sido clara en sus épocas previas de alcalde de la Ciudad de Buenos Aires, una jornada, ante la sorpresa de propios y ajenos manifestó:
“Todos tenemos derecho a vivir mejor. Pero tenemos que reconocer que en estos años en algunas cosas se ha avanzado mucho y no podemos volver atrás. Por eso la Asignación Universal por Hijo es un derecho. […] Ahora nos dicen que las opciones son privatizar mal o gestionar pésimo desde el estado. Aerolíneas Argentinas seguirá siendo del estado, pero bien administrada. […] YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales) seguirá siendo manejada por el estado. Esta YPF […] nuestra YPF va a liderar la renovación de la soberanía energética”.
El cambio fue tan abrupto que hasta desde sus partidarios se escuchaban gritos de “¡Noooo!” que eran tapados por la mayoría de los pragmáticos con el canto de “¡Se siente, se siente, Mauricio Presidente!”
De esta manera llegó Macri al gobierno. Según sus asesores, ese era el único discurso posible y no había lugar para la honestidad en materia económica.
Esa situación que lo llevó a la presidencia hoy lo pone contra la pared. Si bien ha cambiado la relación de Argentina con el mundo, se ha terminado la conflictividad y el discurso violento desde el gobierno y se respira un aire de más normalidad, Macri sabe que necesita una reforma del Estado si quiere sacar al país adelante.
Como ocurría hacia el final del gobierno de Cristina ya no hay más recursos para empresas estatales, para el descomunal gasto público y para continuar con un modelo de sustitución de importaciones que brinda cada vez bienes más malos y caros para los trabajadores argentinos.
Desde el oficialismo resaltan que la minoría en ambas cámaras legislativas no permite modificaciones de fondo y que hasta que esta situación no cambie, no se podrán encarar reformas.
El problema es que las elecciones legislativas de este año podrían no arrojar el resultado que Cambiemos necesita y dejar al peronismo listo para su regreso, si consigue un claro ganador dentro de su conflicto interno.
La estrategia de Cambiemos de “no cambiar” hasta tener la fuerza para hacerlo es peligrosa. La inflación que no termina de desaparecer, los aumentos de tarifas y una economía que no repunta (ya que no se hacen las reformas de apertura necesarias) parecieran ir de a poco mermando el apoyo de la coalición oficialista.
A pesar de no estar en los planes del gobierno, puede que un verdadero cambio sea la única posibilidad que tenga para llegar al final de su mandato y para poner a la Argentina en la senda del desarrollo.
Pero situaciones extremas a veces consiguen actitudes inusuales. Hace un tiempo era inimaginable que la gobernadora de Buenos Aires enfrente al gremio docente con un informe que muestra la mejor performance del sector privado. La necesidad la obligó a hacerlo.
Quizás la misma necesidad obligue al gobierno a hacer el cambio que necesita. Ojalá no sea demasiado tarde.