Los jefes sindicales se han convertido en Argentina en una casta privilegiada. Las fortunas amasadas por los gremialistas hace tiempo que dejaron de ser noticia para un país que prácticamente se resignó al estatus de los supuestos defensores de los trabajadores devenidos en multimillonarios.
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Con la salida del peronismo mucho se especuló sobre las posibilidades de supervivencia y gestión de un Gobierno de diferente signo partidario, y cuáles serían sus chances de éxito ante un frente tan complicado como el sindicalismo argentino. Sin embargo, a los pocos meses del Gobierno de Macri, varios jefes sindicales comenzaron a ver cómo la justicia los iba cercando. Ante las primeras detenciones, varios analistas coincidieron en que el Gobierno había conseguido un éxito estratégico: disciplinar a un sector que, como todos sabemos, tiene “el culo sucio”. Sería muy difícil encontrar un capo de un sindicato con un humilde patrimonio que pueda enfrentarse abiertamente al Gobierno sin temor al “carpetazo” y a tener que dar explicaciones a la justicia.
Por estos días, con varios sindicalistas tras las rejas y con varios más que no quieren problemas, el macrismo apuesta a una polémica reforma que podría cambiar el esquema sindical en el país. La diputada oficialista Soledad Carrizo manifestó que existe “una gran oportunidad” para debatir las reelecciones indefinidas y buscar una democratización en el sector.
Su iniciativa parlamentaria busca “la renovación y la alternancia de las autoridades sindicales” y, según la legisladora ,”la motivación de este debate no es debilitar al sindicalismo, sino más bien fortalecerlo”.
El gran desafío de este proyecto, que para Argentina puede sonar hasta revolucionario, tendrá que cosechar el apoyo de, al menos, un sector del peronismo. Cambiemos tiene a su favor el desprestigio que el sindicalismo tiene ante los ojos de la mayoría de la opinión pública y seguramente buscará, de avanzar con el proyecto, poner sobre la mesa quiénes buscan terminar y defender los privilegios de los líderes de los sindicatos.
No sería extraño que desde los sectores sindicales que resistan la medida se esgrima un argumento de tinte “liberal”: que los sindicatos son asociaciones privadas y que no deberían estar regidas por la legislación estatal, sino por cada carta orgánica de cada agrupación de afiliados. Lo que es verdad.
En un sistema civilizado de asociaciones libres y voluntarias, nada tendría que hacer el Congreso votando una legislación que interfiera dentro del esquema interno de una organización. Claro que las agrupaciones sindicales y sus cabecillas nada tienen que ver con este supuesto sistema civilizado, sino que se han servido de los privilegios estatales para beneficio propio. Un sin número de leyes han sido aprobadas en la historia reciente en los ámbitos municipales, provinciales y nacional, que otorgan a las agrupaciones sindicales beneficios y prebendas, por lo que esgrimir el argumento liberal en defensa de la no intervención sería, como mínimo, desvergonzado.
Ante esta circunstancia en particular, podría decirse que la misma arbitrariedad gubernamental que fue el caldo de cultivo para el crecimiento estos monstruos sindicales, hoy se propone los mismos métodos para solucionar el problema.