Nuevamente el problema entre las autoridades y los vendedores ambulantes en la ciudad de Buenos Aires vuelve a ser foco de debate, pero, lamentablemente, la mayoría de las voces que forman parte de esta discusión carecen de una comprensión básica de los temas de fondo detrás del conflicto. Esta situación requiere un enfoque mucho más analítico y profundo si se quiere llegar a una solución perdurable, en un marco de ética, convivencia y justicia.
Las imágenes que se repiten una y otra vez en los medios de comunicación es la de las fuerzas policiales locales decomisando la mercadería ante la angustia de los vendedores, que muchas veces buscan defenderse con resultados de violentos enfrentamientos. Ante esta circunstancia suele generarse una discusión bipolar donde, por un lado, se manifiesta que esos vendedores (recientemente rebautizados como “manteros”) ocupan un lugar no habilitado y deben dejar de hacerlo, y la respuesta que esta visión tiene, es que la gente tiene derecho a trabajar por su subsistencia y que en todo caso el Estado debe garantizar una solución.
Ambas opiniones carecen de un análisis económico general y se encuentran intoxicadas con el virus del estatismo, lamentablemente generalizado en la sociedad argentina. Tanto las voces “conservadoras” como las “progresistas” enfrentadas en este asunto se encuentran absolutamente influenciadas por esa perspectiva de que el Estado y su acción son la solución, cuando en realidad es la causa del problema.
Buenos Aires tuvo una histórica convivencia pacífica de comerciantes con tiendas tradicionales y vendedores ambulantes que, lejos de haberse enfrentado, el vínculo que tuvieron estaba caracterizado por la cooperación. Escenas comunes siempre fueron circunstancias como la de que a la hora de conseguir cambio por una venta, las partes colaboraban con el vecino, o la de vigilancia por si alguno debía abandonar su puesto para ir al baño o hacer una diligencia. Pero en los últimos años en muchísimos puntos centrales de la ciudad proliferaron miles de puestos informales por lo que se multiplicaron las denuncias y los conflictos. Pero ¿qué fue lo que pasó para que este fenómeno se incrementara de esta manera?
Génesis del problema: el Estado
La corrupción policial en aumento generó una asociación entre megaempresarios del sector informal que contrataban empleados, mayormente extranjeros sin documentación (lo que ayudó a incrementar la tristemente célebre xenofobia) con necesidad de trabajar y sin posibilidades de tener un empleo formal, para ocupar las cientos de tiendas callejeras que regenteaban cada uno de ellos.
Estos empresarios (mejor dicho “mafiosos”) ostentaban de protección policial y poco les importaba qué mercadería ponían a vender y donde. Cabe destacar que estos abusivos llegaron incluso a correr de sus lugares tradicionales a los ambulantes que trabajaron por años en un espacio determinado. Era indistinto saturar una avenida u ofrecer la misma mercadería de los comercios establecidos, ya que ante cualquier reclamo contarían con la protección policial. No es ningún secreto que los mayores ingresos de los comisarios son los de la corrupción y los ingresos informales (coimas). Durante estos años los pagos de este sector en Buenos Aires superaban, sin duda alguna, a las tradicionales coimas del juego ilegal y la prostitución en cualquier lugar de la región.
Con el traspaso de la Policía Federal al ámbito de la ciudad, con la nueva fuerza metropolitana desde que Mauricio Macri es presidente y Horacio Rodríguez Larreta intendente, quedó establecido que se combatiría la venta callejera a como de lugar. No hay duda alguna que estos mega empresarios-mafiosos que regenteaban miles de puestos callejeros ya han diversificado sus inversiones en otros sitios. El problema es que la política de “tolerancia 0” con el sector terminó con las posibilidades laborales de mucha gente que no tiene otras alternativas para su subsistencia. Es decir, con los tradicionales “buscas” que sin monopolizar el espacio público y sin perjudicar a los comercios formales, buscaban una forma honrada de ganarse la vida.
No es posible impedirle el derecho de subsistir a una persona cuando el ámbito del mercado formal está caracterizado por impuestos y regulaciones delirantes. En Argentina no se puede emprender, salvo que uno tenga una fortuna para invertir. Mientras que los altos impuestos son la excusa de la “justicia social”, su aplicación genera una exclusión descomunal en el sector formal: no se puede contratar ni se pueden generar emprendimientos.
La izquierda, que aparece sistemáticamente como la abanderada de los vendedores callejeros que no tienen otra oportunidad, es en realidad cómplice del modelo de exclusión, por ser la vocera y partidaria de este Estado inviable de tamaño descomunal, con regulaciones y altos impuestos, que al fin y al cabo termina siendo el responsable de que esta gente no pueda tener un local propio o ser empleada en un proyecto de terceros.
La única solución lógica para abordar este problema es impulsar una reforma fiscal y laboral revolucionaria (normal para cualquier país civilizado, pero revolucionaria para Argentina) que permita generar un shock de empleo e inversión. Macri ya comprobó que, lamentablemente con su presencia en lugar de los Kirchner, no alcanza.
Mientras que una reforma de fondo tenga lugar, el problema con los vendedores ambulantes no puede ser tomado como un todo. Dentro de un esquema descentralizado las autoridades tendrían que actuar exclusivamente sobre denuncias de los comercios formales (que lógicamente reaccionarán ante cualquier nuevo intento de proliferación de los puestos a los que hicimos referencia anteriormente) y no aparecer como justicieros decomisando, multando y persiguiendo a alguien que puede no estar generando ningún inconveniente.