Hoy se cumple un nuevo aniversario del último golpe militar que tuvo Argentina, ocurrido el 24 de marzo de 1976.
A pesar de que técnicamente se lo considere como el “último golpe de Estado”, lo cierto es que lo ocurrido en diciembre de 2001, cuando cayó Fernando de la Rúa, tiene todos los condimentos para denominarlo “golpe”, aunque no haya habido militares de por medio.
Es por eso que podríamos ver, hoy en 2018, a la Argentina como un país sin golpes militares desde 1976, pero con una democracia todavía más joven de tan solo 17 años ininterrumpidos.
Aunque han transcurrido más de cuatro décadas, Argentina todavía no ha podido ver a su pasado a la cara, sin tapujos, sin ideología, de una forma madura, amplia, general y honesta. Claro que hacerlo tiene su costo y, lamentablemente, muchos argentinos, entre los que ya peinan canas, han preferido expurgar las culpas en el Gobierno militar, al que han apoyado en su mayoría.
Y es por ese motivo por el cuál el autor de este artículo, nacido en 1981, suele encontrar dificultades a la hora de denominar al “Proceso de Reorganización Nacional” como de “dictadura”. No porque los delincuentes que tomaron el Estado no hayan tenido méritos, sino por la responsabilidad de los demás.
¿El “proceso” llegó al poder mediante un Golpe de Estado? Sí. ¿Combatió a la guerrilla violando todos los Derechos Humanos habidos y por haber? (de unas víctimas, que hay decirlo, a las cuales tampoco le importaban esos derechos, o inclusive, menos que a los militares): sí.
Pero, si llegaron mediante la violencia y se comportaron como unos forajidos… ¿Por qué me siento incómodo a la hora de denominarlo como de una “dictadura”? Porque la mayoría de los argentinos avaló el proceso, que se terminó retirando luego del desastre de la Guerra de Malvinas, que dicho sea de paso, también fue festejado por gran parte del país, en medio de un fervor nacionalista vergonzoso y patético.
Pero eso no es todo. Del otro lado, del de las “víctimas” del proceso, a pesar de que haya que ir a los documentos de la época para comprobarlo, también se recibió con beneplácito aquel 24 de marzo de 1976.
Para las organizaciones guerrilleras de orientación marxista y peronista, en su delirante lectura equivocada de los hechos, la presencia de los usurpadores al mando del Estado iba a volcar a la mayoría de la opinión pública en su favor, en la búsqueda de instaurar un modelo socialista.
Resumiendo, la guerrilla celebró el golpe, con un error de cálculo digno del Che Guevara en Bolivia cuando no encontró cuórum entre los campesinos para hacer la revolución, pero también la mayoría de la opinión pública se alivió con la llegada de Videla, por el hartazgo general de la violencia de las organizaciones armadas.
Pero además de las organizaciones armadas, aniquiladas mediante el Terrorismo de Estado y de la opinión pública que miró para otro lado, todavía queda recordar la otra responsabilidad: la de la dirigencia política.
La actitud de los dirigentes de los diferentes partidos, si bien no recibió con agrado el golpe, lo cierto es que, en su mayoría, no opusieron ninguna resistencia.
Los peronistas, responsables del desastre total en el que el país se encontraba, entre otras cosas, por haber devuelto a la presidencia al viejo caudillo enfermo, que llegó con el apoyo de la extrema izquierda y derecha, y con una vicepresidente, que era su esposa cuyo trabajo más relevante había sido el de bailarina de cabaret, lógicamente no tenían soluciones a mano.
Del otro lado, los radicales, que si bien no habían sido responsables del desastre, tampoco tenían soluciones, ya que compartían el mismo modelo estatista fracasado del peronismo.
Incluso el máximo referente radical de entonces, Ricardo Balbin, una semana antes del golpe dijo que “si existían soluciones” él no las tenía. Es decir, los militares entraron por la puerta sin disparar un arma, encarcelando a la mujer que un país enfermo e irresponsable había puesto en la presidencia, solo por llevar el apellido de “Perón”.
Alvaro Alsogaray, histórico dirigente liberal, fue el único político que se manifestó por esos días en contra del golpe. La solitaria voz disidente opinaba que había que aguantar seis meses hasta las elecciones y que el peronismo pague en las urnas su irresponsabilidad total. No lo escucharon. Los radicales y peronistas ya estaban negociando cargos bajo el ala militar.
Cabe destacar que los dirigentes de los dos partidos mayoritarios en Argentina, que sí no tienen ningún problema en denominar hoy al proceso militar como de “dictadura genocida” han puesto su granito de arena.
Por el lado peronista, 169 intendentes mantuvieron su cargo. Del lado radical, 310. Por si hace falta agregar algo más, el candidato del Partido Justicialista de 1983, Ítalo Luder, propuso en campaña la amnistía total para los militares. Los Kirchner, a la hora de elaborar su relato, fingieron como si nada de esto hubiese pasado.
Lamentablemente, a casi medio siglo de estos terribles episodios de nuestra historia, muchos en Argentina prefieren no hacerse cargo del pasado. En muchos casos de sus historias personales, en otros, de las organizaciones a las que pertenecen. Quizá haya que esperar hasta que nuevas generaciones, que no tengan ninguna relación con lo sucedido, ni en lo familiar, ni en lo partidario, puedan mirar a la cara al pasado para aprender de los errores y construir un futuro mejor.