Todos los manuales de texto coinciden en que el último golpe de Estado ocurrido en Argentina fue el del 24 de marzo de 1976 a manos de Jorge Rafael Videla y compañía, que se extendió hasta la primavera alfonsinista de 1983. Para esa historia oficial, Argentina lleva 36 años de continuidad institucional y democrática. Pero es mentira. El proceso no es adulto, sino que recién aspira a dejar la adolescencia. Tiene 18 años.
Ni siquiera la izquierda, que denominó como “golpe de Estado” a procesos absolutamente institucionales como la destitución de Dilma en Brasil, reparó en el quiebre del sistema democrático e institucional de diciembre de 2001.
La crisis política y económica que sufrió Argentina por aquellos años es innegable. ¿Pero que distingue a la caída de un presidente por una crisis generalizada de un golpe de Estado con todas las letras? La premeditación de un grupo de actores con determinados intereses espurios, que luego tomaron el poder para desarrollar su plan en cuestión. Aquella situación tuvo todos los condimentos mencionados.
Los actores fueron políticos y económicos, y por aquellos días estuvieron en los dos partidos mayoritarios: el peronismo y el radicalismo, al que pertenecía el mismo Fernando de la Rúa. Los dos dirigentes principales que decidieron ponerle fin al mandato institucional fueron Eduardo Duhalde, que luego fue elegido presidente por el Senado, y Raúl Alfonsín, referente del ala más izquierdista de la Unión Cívica Radical (UCR), enfrentada al jefe de Estado por su visión de la economía.
Importantes grupos económicos, sobre todo vinculados al sector industrial y de medios de comunicación, fueron el soporte que necesitó la política para bajarle el pulgar al exintendente porteño. Las deudas en pesos-dólares de estas empresas podían ser absolutamente licuadas por la salida del 1 a 1 heredado de Carlos Menem, al que se responsabilizó de todos los males. Y así fue, la problemática del déficit fiscal, los precios internacionales de los productos agropecuarios por el suelo, el abandono del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el grave error del presidente de pedirle la renuncia a López Murphy precipitó la situación. Todo quedó a pedir de los intereses que incendiaron la provincia de Buenos Aires con saqueos, generando los tristes episodios del estado de sitio que terminó con varios muertos en todo el país.
Luego de varios interinatos, el plan de Duhalde y Alfonsín se puso en marcha. El dirigente justicialista asumió como presidente y convocó al líder radical para un “cogobierno” de unidad parlamentaria y se liberó el camino para el plan económico: salida de la convertibilidad y licuación de deuda de las empresas que participaron activamente en lo que fue un derrocamiento.
La cuenta la pagaron los argentinos de a pie, tenedores de pesos devaluados, que vieron cómo su nivel de vida se licuaba como los pasivos de los grupos económicos beneficiados por el nuevo Gobierno. Se confiscaron los depósitos y los que habían confiado sus dólares al sistema bancario argentino vieron como sus billetes verdes se convirtieron en reclamos judiciales.
Aunque Fernando de la Rúa tuvo demasiados errores propios, sin los cuales la crisis no se hubiera precipitado, es justo reparar en el hecho de que su caída estuvo relacionada con un golpe de Estado, aunque los libros digan otra cosa.