Los venezolanos hemos entrado en una nueva etapa. Peligrosa y desafiante. Luego de la consumación del mayor, más cínico y criminal fraude de la historia contemporánea de Venezuela, algunos en la dirigencia opositora consideran pertinente acudir a las elecciones regionales planeadas por la tiranía para diciembre de este año.
Aquí, en Venezuela, se emprendió una lucha hace cuatro meses. Una gesta heroica, digna y sublime, pero que no surgió de la nada. No fue un arrebato de malcriadez ni un capricho. Luego de que la dictadura dilapidara cualquier alternativa democrática para lograr un verdadero cambio político, y secuestrara, luego, las facultades del régimen —aquel «espacio ganado» en diciembre de 2015—, se dio inicio a la rebelión civil.
La dictadura respondió como se esperaría. Asesinó, torturó y detuvo. Secuestró a jóvenes y destruyó familias. Invadió hogares, mató mascotas; y todo lo hizo frente a nosotros. Frente a toda una sociedad que veía, horrorizada, los crímenes. Pero luego, convocó al último y más dantesco acto: la completa y total derogación de la República —para con ello dar paso a la consolidación del Estado totalitario—.
Fue el 30 de julio cuando el Consejo Nacional Electoral (CNE) participó en el delito. Se convirtió, entonces, en el principal actor del nefasto intento para suprimir las últimas libertades y el último vestigio de civilidad. Ese domingo, Tibisay Lucena, junto con los rectores, se convirtió en la principal violadora del sistema republicano y de la ciudadanía.
Quedaba entonces expuesta la dictadura. El fraude, descarado y criminal, de un proceso totalmente ilegítimo, terminó de abolir cualquier tintura democrática y legal. Se confirmaba, nuevamente, que no habría posibilidad de adquirir espacios políticos reales a través del CNE —destructor de la República—.
Pero, en el momento en el que la dictadura volvía a quedar expuesta, y la condena internacional se intensificaba sustancialmente, surgió, de este bando, todo un fatídico movimiento para sostener el inminente desplome de la tiranía. Inició el debate sobre si asistir o no a las elecciones regionales que el régimen estableció para finales de 2017.
Quienes argumentan que se debe asistir al proceso, orquestado por los criminales que derogaron la institucionalidad, aseguran que no se pierde nada y que, de dejarse el espacio vacío, se entregarían las gobernaciones a la dictadura. En síntesis, acuden al trillado y mediocre razonamiento de que se debe continuar «ganando espacios» y que votar siempre será la mejor y más eficiente arma del demócrata.
Es un despropósito, sin duda alguna, acudir a las elecciones regionales con el mismo CNE que, empapado de sangre, acabó con la Constitución el domingo pasado. Aquí se debe ser muy claro.
Ha sido gracias a un esfuerzo inmenso y al avance abierto del régimen, que la sociedad civil, entera, entendió que en Venezuela enfrentamos a una tiranía que cuenta con peligrosos vínculos con el narcotráfico y el terrorismo. La comunidad internacional también lo comprendió recientemente. No fue sino hasta hace unos meses que la complicidad internacional, que por años gozó el chavismo, dejó de existir.
Finalmente, la comunidad internacional ha comprendido que en Venezuela impera una dictadura, tirana y criminal, con claras intenciones de instaurar un totalitarismo y de suprimir cualquier vestigio de libertad. Eso lo comprendió porque el régimen jugó ampliamente con los procesos electorales hasta que, finalmente, los eliminó. Pero ahora ha decidido volver a ofrecernos una quimera. Un delirio democrático en el que la oposición creerá que podrá obtener verdaderos triunfos políticos.
Tanto la dirigencia como la comunidad internacional llevan meses señalando lo evidente. Denunciando los crímenes que comete la dictadura; pero ahora parte de la oposición parece dispuesta a participar en un acto presuntamente democrático. Se expone, entonces, una falta inmensa de coherencia. ¿Cómo sería posible que un régimen tiránico, ahora haga elecciones en los que la oposición podría participar sin ningún problema? Sería una falta de congruencia inmensa. Y la coherencia, en política, es sustancial.
Cualquier acto electoral que se legitime, choca inevitablemente con la premisa de que esto es un régimen autoritario. Y la dirigencia hoy goza del aval y el apoyo internacional para señalar, con claridad, que un proceso es viciado y por lo tanto justificar su ausencia.
Por otra parte, se plantea participar en un proceso orquestado por los mismos que impusieron el criminal fraude del 30 de julio. Un proceso arbitrario manchado por la sangre de más de quince manifestantes. Se avalaría, de esa forma, el delito. No caben aquí diferentes interpretaciones. No hay ninguna forma racional de comprender eso. Al participar en cualquier otro proceso armado por el mismo CNE que dilapidó la república, la dirigencia opositora estaría sugiriendo que el crimen goza de legitimidad. Una aberración. Una traición.
Por otra parte, los irresponsables argumentan que es ese mismo CNE el que nos concedió la victoria del 6 de diciembre. Estos podrían ser los mismos que, probablemente, dirían que la Constituyente la perdimos por no participar. Una idiotez.
No dudo, en ningún momento, que la oposición es mayoría. No se duda que es toda una sociedad civil la que adversa a este régimen y, por lo tanto, en unas elecciones legítimas, sin duda obtendríamos el triunfo. No obstante, acá lo importante también es el proceso. Sobre todo cuando los espacios no se defienden o son violentados.
Hay alcaldes detenidos en Venezuela. También diputados. En su momento, cuando obtuvimos un contundente triunfo, la dictadura nos arrebató par de diputados y el Parlamento entró en «desacato». Dirigentes han sido inhabilitados, y otros andan en el exilio. Y cuando no son detenidos los alcaldes o gobernadores, la dictadura les arrebata el presupuesto y crea una figura paralela.
Uno podría decir, entonces, que el triunfo del 6 de diciembre fue, en efecto, un triunfo. No obstante, sería una ingenuidad afirmar eso. La victoria de las parlamentarias, ya queda claro, fue un triunfo político para la dictadura, más que para la oposición. Ciego el que no lo ve.
Por años el régimen gozó de legitimidad democrática. Aprovechó los procesos electorales para, al mismo tiempo, ir desarrollando su proyecto autoritario. En síntesis, gracias a la legalidad que le brindaba, pudo profundizar el sistema e ir destruyendo, poco a poco, los espacios de libertad.
Ahora se le presenta la misma oportunidad. La realización de las elecciones regionales en diciembre de este año les permitiría limpiar, de alguna manera, el historial de crímenes y arbitrariedades ejecutadas durante estos meses de lucha y protestas cívicas en las calles. Ganaría tiempo, sin duda, pero además podría devolver el contador hasta el principio. El expediente no se ensancharía, como sugieren algunos —en cambio, ocurriría lo contrario—. Se enterraría, de esa manera, todo el proceso heroico y sublime que se inició en Venezuela y que debilitó ampliamente a la dictadura.
Los avances se deben medir en verdaderas victorias políticas. Uno podría sugerir que ganar una elección en Venezuela es un avance. Ciertamente se obtiene un espacio, pero, por otro lado, la dictadura podría esgrimir, y con razón, que en su régimen impera la democracia. Por lo tanto, la tiranía que se ha denunciado, no existe. Entonces, incluso yendo a elecciones regionales y ganando habrá sido una derrota. Se habría reconocido la derogación de la república.
Dice, acertadamente, Hannah Arendt que la política, la verdadera, se debate en el espacio público. Es también la política, al final, el oficio de la defensa amplia de la libertad. Aquí, en estos meses de lucha en las calles, se ha esgrimido la verdadera política. Los jóvenes, las madres y abuelas, que han acudido a las calles, esbozan el proceso que pondrá fin a la dictadura. La sociedad civil empuñó el civismo por la libertad.
No se lucha en Venezuela, por elecciones —como algunos quieren hacer creer—. Aquí el grito de los chamos es de libertad. El de los heridos, el de los muertos, el de los detenidos. Todos, al unísono, exigen el mismo y sagrado valor. Nadie racional acudió jamás a alguna marcha, a arriesgarse, por unas elecciones bajo un régimen claramente autoritario —y mucho menos por unas elecciones regionales—.
Se ha convertido en un tema de principios, de ética y racionalidad. Es el momento para que los dirigentes, con valores, se aparten de aquellos que apuestan abiertamente a la cohabitación con un régimen tiránico y a la recuperación de espacios para beneficiarse de la renta y prolongar la agonía. Ha surgido una oportunidad única para depurar al movimiento cívico. Para convertirlo en un movimiento noble, con principios y valores; y establecer, en consecuencia, la verdadera ruta que logre el rescate de la libertad.
Participar en elecciones regionales en Venezuela afecta claramente el desarrollo de la lucha cívica. Esgrimen que ambas opciones no son excluyentes; pero un engaño de esa proporción solo termina con socavar la moral de la ciudadanía. Es momento de que surja la dirigencia honesta, cuyos intereses son los de toda Venezuela; y se aparten de aquellos que solo quieren obtener ciertos espacios, y que traicionan la verdadera lucha en el país.