Hugo Chávez inició, el 4 de febrero de 1992, el camino más largo de demolición de la institucionalidad de un país que se recuerde en la historia, al menos, de Venezuela, y probablemente de América Latina; un continente rico en golpes militares que han significado, invariablemente, la desgracia para sus pueblos. Lo que empezó como una asonada militar sin siquiera apoyo popular o de partidos ha culminado en la ruina de un país exangüe.
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Venezuela parece condenada a empezar cada siglo con un retraso de 30 años. Pasó en el siglo XIX, con una guerra civil de Independencia que la dejó diezmada por más de medio siglo; en el siglo XX, con la dictadura de 27 años de Juan Vicente Gómez, y en el XXI, con Nicolás Maduro, con el agravante de que un año de atraso en la era del conocimiento equivale a una década. Mientras la casta militar con un hombre de paja civil que dirige el país averigua como repartir harina de maíz, y ve en un régimen como el cubano el anhelado futuro (futuro para ellos, no para la población, se entiende), nuestros vecinos están avanzando, en términos generales, en economía, en libertad de sus sociedades y en derechos humanos, por no decir ciencia y tecnología.
¿Cómo llegamos aquí?
El fracaso militar de Hugo Chávez desencadenó una ola de rechazo hacia un sistema que, con fallas, otorgaba, como dijo esta semana el exministro de defensa venezolano Fernando Ochoa Antich, las más amplias libertades civiles y posibilidades de desarrollo a toda su población. Ladrillo a ladrillo, y cabalgando sobre el discurso de la antipolítica, que entonces estaba fresco en el mundo, Chávez fue desmontando todo ese sistema de libertades y sustituyéndolo, por lo que hoy se concreta en la autocracia de Nicolás Maduro: un sistema policial, sin siquiera la posibilidad del voto, con una libertad de expresión muy reducida y en el que ni siquiera se puede soñar con prosperar, a menos que se forme parte de la casta gobernante.
Una casta, por demás, tan reducida que los mismos 200 o 300 individuos se rotan todos los cargos, porque ni pueden aceptar a nadie más, ni nadie en su sano juicio se uniría a un grupo que tiene, de perder el poder, garantizada la cárcel, en Venezuela o en el extranjero. No les bastó con ser corruptos (porque este es el Gobierno más corrupto de la historia de Latinoamérica en atención al monto del pillaje realizado al erario público), varios de ellos se han metido a narcotraficantes, según señalan agencias internacionales e indicios de como la la droga cruza Venezuela con toda la libertad (en esto sí hay libertad); y ni siquiera les alcanzó con ser narcotraficantes, varios de ellos tienen sobre sí el estigma de ser violadores crónicos de Derechos Humanos.
El pueblo venezolano, en tanto, vive una situación dantesca. A la falta de democracia se suma un retroceso inédito en la historia del país en el bienestar de su población, que ha perdido 80 años de avances en materia de alimentación, salud y educación. Una nación que vive, en todos los aspectos prácticos, una posguerra, sin haber estado en un conflicto armado; un país que tiene cifras de asesinatos similares a las de una guerra civil, sin estar (que se sepa) en una conflagración.
Por ahora, porque el sueño de Chávez (y así lo comentaba en el libro Habla el Comandante, escrito por el profesor universitario Agustín Blanco Muñoz) era el de una guerra civil “justa y liberadora”. Otro historiador, el fallecido Manuel Caballero, llamaba a Chávez en 1998 “el candidato de la guerra civil”. Y cuando Maduro y sus acólitos señalaban que “la alternativa al diálogo es la violencia”, no se están refiriendo a una población civil, la que adversa a este Gobierno, inerme, compuesta, en su mayoría, por gente de mediana edad que anhela la paz para terminar sus días en el país que ama, se refieren a ellos mismos, que saben que pagarán el costo que sea para, como ya dije, no terminar sus vidas en prisión, o terminar sus vidas a secas, porque tras todo lo que le han hecho a este pobre país sus opciones son solo esas dos.
Por eso levantan el costo de negociación: están buscando impunidad para sus delitos, inmunidad para ellos, porque de lo contrario hundirán a Venezuela en un conflicto entre hermanos. Porque, en el fondo, saben que ningún gobierno se puede sostener con un 90 % de rechazo, y saben también que el cariño que buena parte del pueblo venezolano en algún momento les profesó a estos encantadores de serpientes ha mutado en una profunda decepción. El desamor es un sentimiento que conduce a una profunda rabia, que colectivamente puede mover a sociedades a tomar decisiones de consecuencias incalculables.
El pasado ya llegó
Hay ya dos generaciones de venezolanos que no saben cómo era vivir en democracia. La conocen por sus padres y abuelos. Quienes sí logramos vivir en la mejor Venezuela de la historia, la de la República Civil, sabemos que en 1992 era impensable para nosotros que un golpe de Estado tuviera éxito. Había un anhelo y una práctica cotidiana de la democracia en el país.
El anhelo continúa (anhelo sobre el que por cierto cabalgó Hugo Chávez, para ir en dirección contraria), pero el país se ha quedado sin práctica democrática. Y que el monstruo del militarismo y el comunismo están en la prédica y en la acción cotidiana de Nicolás Maduro y de la gente que con él (o sobre él) gobierna.
Esto terminará: estas cosas siempre terminan, sobre todo cuando son tan antihistóricas, tan contra natura. Pero por alguna razón, que desconocemos, a Venezuela le ha tocado tomar siempre las peores decisiones y tener que pagar los malos tragos por completo; cuando esto termine, los venezolanos recibiremos un país exhausto, económica, política y socialmente.
El legado de Hugo Chávez, 25 años después de su irrupción a sangre y fuego en la vida del país, es uno trágico. Tanto, que su sucesor está a punto de prohibir que se hable mal del fallecido en las oficinas públicas: una medida, sin duda, que revela cuanto hemos perdido como Nación.
Y cuán harta está la Nación de un régimen que, como Sherezade (la de Las Mil y una Noches), pretende llegar hasta 2019 contándonos un cuento diferente cada noche.