Esta es la historia de un presidente que quiso ganarse un Nobel de la Paz. Al lector colombiano le advierto que no se trata de Juan Manuel Santos, pues el presidente que nos convoca falló en su empresa. En su ambición (y aquí sí al igual que Santos) dejaría un país dividido y totalmente desprotegidos a aquellos que simuló proteger.
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Se trata, como bien habrá adivinado más de uno, de José “Pepe” Mujica. Todos conocemos su imagen desaliñada, desprolija. Su andar lento pareciera darle la sabiduría de los eruditos asiáticos de otrora, y sus pausas al hablar (igual o mayores que las de sus pies) engañan y seducen al más listo de los espectadores: evidentemente debe tratarse de alguien que piensa antes de hablar.
Por revanchismos socioeconómicos que no serán explicados en estos párrafos, muchos tienden a asociar la pobreza con la bondad. Y, muy convenientemente, nuestro cazador de Nobeles juraba a pies juntillas ser pobre. Contaba también con cierta reivindicación histórica: después de robar, secuestrar, asesinar e intentar desestabilizar una democracia, la vida lo había puesto en el sillón del Ejecutivo. Quizás se creyera Nelson Mandela, después de todo, él también poseía en su historial un buen manojo de años de cárcel.
Muchos uruguayos aprenderían bajo el gobierno de “el presidente de la chacra” que la pobreza y la bondad están tan relacionados como la altura y la bondad, la cantidad de pigmentación y la bondad o la admiración por Goethe y la bondad; es decir, que tal relación es inexistente.
En honesta precisión, ésta no es (exclusivamente) la historia de un presidente que realmente quería un Nobel, sino la de sus “daños colaterales”; ésta es la historia de seres humanos desesperados, de personas que fueron víctimas de caprichos y añagazas en plena situación de vulnerabilidad, es la historia de refugiados sirios en Uruguay y de todo aquello que a los uruguayos no siempre les gusta escuchar.
En Uruguay tenemos mitos de todo tipo y color, siendo sólo dos de ellos potencialmente peligrosos: uno, que somos liberales, el otro, que somos solidarios.
Nuestro Confucio occidental recibió, en octubre de 2014, a 42 personas de origen sirio que escapaban del más frágil de los contextos humanitarios con la promesa de no sólo escapar una guerra sino también de poder vivir dignamente.
El país se dividió en lo que a opiniones refiere, muchos sostenían y sostienen al día de hoy que dar resguardo a víctimas de guerra no es un acto necesario desde el punto de vista humanitario. Puede que crean que todo musulmán es inequívocamente un terrorista – algo que ni una borracha Marine Le Pen, ni un Donald Trump bajo alucinógenos afirmarían con tal liviandad.
La solidaridad y el supuesto liberalismo occidental se esfumaron casi tan rápidamente como las esperanzas sirias en suelo uruguayo.
Los refugiados comenzaron a quejarse (prueba irrefutable de su adaptación, ni el mate es tan uruguayo como la queja) y levantaron la furia, la ofensa y la intolerancia de los orientales. Pero sobre todas las cosas, alejaron el Nobel de la Paz de las manos de nuestro antihéroe, que derivó toda responsabilidad a su sucesor (un correligionario) como señal silenciosa de su fracaso.
Al uruguayo, mientras tanto, le dolió que sirios describieran al “paisito” como lo que es: un país inseguro, carísimo y para nada cosmopolita.
La problemática alcanzó tal punto que varios de los refugiados han asegurado que prefieren volver a Siria a quedarse en Uruguay y exigen al estado uruguayo pagar por los pasajes. En un campamento frente al Ejecutivo, el jefe de una de las familias afirma no querer dinero, “no quiero nada más que volver al Líbano o a Siria. Acá nos vamos a quedar hasta que nos lleven al aeropuerto”.
Otra refugiada, Fátima, asegura por su parte que el gobierno de Mujica no cumplió con lo prometido y señala que “extrañamos mucho a Siria; nuestros abuelos están en Alepo, y están bien”.
“Nuestro futuro aquí es negro” señala Ibrahim para la BBC, agregando que no ha tenido problemas con la gente pero que “la vida aquí [en Uruguay] es muy difícil”.
Para el Portal Ecos, Ibrahim se extiende en sus declaraciones y reitera que el gobierno no cumplió con lo que se les propuso antes de pisar suelo occidental. Detalla su periplo en claro español y con modismos uruguayos:
“Estábamos en Juan Lacaze y nos cambiaron para Salto. Nos dieron una parte de tierra para trabajar nosotros y ‘ta (sic). No hay herramientas de ayuda, no hay nada. Dijeron que iban a mandar herramientas, un tractor para trabajar la tierra, pero nada. Dijimos: ¿vamos a trabajar con las manos? Y arrancamos a trabajar con las manos, incluso las mujeres, pero no podíamos mover la tierra de 35 hectáreas con la mano”.
Su hermana, Nur, confirma las palabras de Ibrahim señalando que “el estado uruguayo mintió”, enfatizando el hecho que no le permitieron estudiar.
“Cualquier país es mejor que Uruguay” concluye Ibrahim, hiriendo un nacionalismo siempre escondido. “Uruguay no está bien, Uruguay está mal” finaliza.
No falta, desafortunadamente, quien salte al grito de “si se quieren ir, que se vayan” ignorando en absoluto cuán difícil es, dada la cantidad de refugiados a nivel mundial, obtener una visa.
Muchos uruguayos también parecen ignorar la naturaleza de Siria, un país que está en guerra y en crisis humanitaria, pero que es riquísimo en recursos naturales. Los uruguayos no tenemos derecho a mirarlos desde un podio económico/cultural.
Pero ante todo, lo que no debemos olvidar es que estas personas son víctimas de las mentiras y artimañas de un hombre con ambiciones desmedidas, un buscador de cámara y micrófono, un amante de la alfombra roja y de los aplausos.
No debemos culpar a los refugiados sirios por caer en la red de engaños que fue y es Mujica. Después de todo, también caímos nosotros – y así estamos.