¿En qué se aleja Paraguay de Suiza? ¿O Bolivia de Noruega? ¿Cuáles son las diferencias reales entre Ecuador y Singapur? Algún distraído apelará a los recursos del primer mundo – en contraposición a los de América Latina – incluso a sabiendas de que el continente que habitamos es más rico en lo que a patrimonio medioambiental refiere. Sólo una bien administrada Argentina podría alimentar a una quinta parte del planeta.
Otros caerán en la más que tentadora trampa de culpar a los gobiernos latinoamericanos (con sus inacabables historiales de corrupción, autoritarismo, despotismo y represión) de esta rueda de tiranía y pobreza de la que no parecemos poder salir.
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Los más ingenuos señalarán a “los imperios” (primero los europeos, luego Estados Unidos) como los únicos culpables de la miseria constante que nos acecha (y de todos nuestros males, pasados, presentes y futuros) con pocos intervalos de bonanza que han visto la luz gracias a tal o cual revolución. No hemos sido más que víctimas de brutales saqueos materiales y culturales, de una opresión infinita en la que, tal como nos enseñó Eduardo Galeano a través de sus numerosos e históricamente imprecisos panfletos, nosotros somos evidentemente los buenos y los de afuera, los viles explotadores.
Este último es sin dudas el grupo más equivocado, claro está.
El mal de América Latina no se presentó de forma repentina en 1492. Nuestro cáncer forma parte de nuestro ADN hasta el día de hoy, y no seremos capaces de atacarlo si no nos atrevemos a reconocerlo. Lo que nos aqueja y desdobla es nuestro amor (amor sincero y absoluto) por el caudillismo.
Vale aclarar que no es el objetivo de estas líneas analizar a los caudillos ni sus sendos roles en la historia de cada nación del continente. El problema, reitero, es nuestra relación patológica con el caudillismo, no el caudillo en sí.
Primero es menester definir a nuestro enemigo. La Real Academia Española define al caudillismo como “régimen de caudillaje”, y al caudillaje como “mando o gobierno de un caudillo” o “caciquismo” – locución que delata ya cierto el caos inevitable.
Wikipedia, por su parte, explica el término como un “fenómeno político y social surgido durante el siglo XIX en Latinoamérica. Consiste en la llegada de líderes carismáticos a cada país cuya forma de acceder al poder y llegar al gobierno estaba basada en mecanismos informales y difusos de reconocimiento del liderazgo por parte de las multitudes, que depositaban en ‘el caudillo’ la expresión de los intereses del conjunto y la capacidad para resolver los problemas comunes”.
Hemos desarrollado, de México a la Patagonia, idolatría por el liderazgo – y erradicado (de nuestras tierras y pensamientos) cualquier indicio de libertad.
En América Latina no queremos ser libres, queremos un buen jefe, un cacique que nos muestre el camino – que no permitan los cielos que lleguemos por nuestros propios medios.
Ésto no es un llamado a la anarquía, sino al equilibrio. Una y otra vez hemos sido testigos de cómo los mismos hombres que nos endulzaron en promesas e ideales terminaron (con nuestra seguridad, independencia y liberación como excusa) enfrentándonos, robándonos y hambreándonos en sus ansias de poder. Perón en Argentina y Hugo Chávez en Venezuela son ejemplos más recientes de este fenómeno que bien podría extenderse a Emilio Zapata, a Getulio Vargas o a José Gervasio Artigas.
Dejar atrás el concepto de caudillo es un reto interesante porque el latino suele creer que es una manifestación de algo positivo. El problema, para los latinoamericanos, no es el caudillismo, sino simplemente sufrir un caudillo malo. Tan positiva creemos que nuestra obsesión con potenciales salvadores que Mauricio Macri no lleva dos años en la Casa Rosada y ya se habla de “macrismo”, que es lo que salvó a los argentinos del “kirchenirsmo”, que por su parte “salvaron” al país del “menemismo”. Me ha llevado más tiempo a mí escribir este párrafo que a los argentinos crear un “ismo”. Y es deseable pertenecer a un “ismo” pues me define en tanto ser humano y, por sobre todas las cosas, me aleja de aquel otro “ismo”, en el que todos son malos.
Tan maravillados estamos ante las juradas virtudes de nuestro caudillo que somos incapaces de cuestionarlo, de ponerlo en tela de juicio. No logramos absorber la idea de contratar un administrador general por cinco años que luego, como corresponde, pase a la historia en el (casi) anonimato.
El por siempre inigualable Jorge Luis Borges dijo una vez “viví en Suiza cinco años y allí, nadie sabe cómo se llama el presidente. Yo propondría que los políticos no fueran personajes públicos”.
Esperar por un salvador que nos rescate (del caos en el que nos metió el último salvador que prometió rescatarnos) e hinchar por él cual futbolista es una de las actitudes más irresponsables, ignorantes y tercermundistas que podemos desarrollar en tanto individuos.
América Latina no necesita progresismo, necesita progreso. América Latina no necesita veinte buenos caudillos; necesita 605.354.000 individuos libres que puedan producir lejos de la amenaza de la corrupción y la burocracia.
El caudillismo es la propuesta hacia “la chacrita”.
La libertad es la propuesta hacia el mundo.