Resulta siempre sorprendente (e infinitamente triste) descubrir la incomprensión que impera alrededor del concepto de libertad, absolutamente desconocido por muchos – incluso por aquellos que dicen representarla o defenderla.
La libertad no está aquí para promover exclusivamente valores que todos acordamos, como la tolerancia o la solidaridad. La libertad es también una facultad de aquellos que impulsan ideologías empapadas en odio (como el racismo o el “feminismo 2.0”) o de ignorancia y absurdo, como los terraplanistas o quienes sostienen, sin más evidencia que un portaaviones cargado de paranoia, que la vacunación infantil puede causar autismo.
El creador de Facebook, el gigante de las redes sociales, Mark Zuckerberg, ha cosechado en su carrera tantas polémicas como millones. Muchas veces se equivoca. Cuando se opone a censurar grupos que niegan el Holocausto, no obstante, está en lo correcto.
Zuckerberg es judío, sería torpe acusarlo de formar parte activa de algún colectivo antisemita. Cualquier teoría de complot sería imposible de sostener en un debate civilizado y razonable. La diferencia entre Zuckerberg y los que claman a gritos por la censura (los moralistas de siempre que creen que acabarán con la homofobia prohibiendo los términos “maricón” o “tortillera”) es que el empresario dueño de Whatsapp e Instagram comprendió que si no queremos volver sobre el atroz pasado fascista que pesa sobre los hombros de la humanidad, bien que podríamos empezar por no tomar medidas fascistas – y pocas acciones son tan fascistas como restringir la libertad de expresión.
Es imperioso, por el bien de las futuras generaciones (que ya bastante maltratadas están, en su burbuja de susceptibilidades al extremo), ser claros en lo que debería ser una obviedad: a los equivocados no hay que callarlos, hay que demostrarles que están equivocados.
¿Qué nos dice la Historia de iniciativas similares? Nos cuenta, por ejemplo, que la Tierra no dejó de girar cuando Galileo fue censurado. Nos recuerda asimismo que la mayoría de los franceses siguieron persignándose y rezando incluso en el auge de los decretos antirreligiosos de El Terror.
Después de tantos siglos oscuros, tenemos que estar en condiciones de admitir que no solo la censura es inconducente, sino que en además, en muchas ocasiones, es un instrumento de propaganda.
Los grupos negacionistas, al igual que los racistas y homófobos, están compuestos por individuos que no solamente supuran odio e ignorancia sino que también se creen parte de una “elite iluminada” dueña de una verdad oculta a la mayoría de los mortales. Censurarlos es, por lo tanto, sinónimo de colgar una luminaria en Times Square con un número de contacto.
Hace más de una década, un editor de quien aprendí mucho me reveló una máxima que, con los años, haría propia: la libertad es libre. Hoy, ante propuestas de cambiar el lenguaje, ante súplicas colectivas que reivindican la censura, agregaría que la libertad solo es libre si puede existir por fuera de los moralistas, lejos del fanatismo buenista y a disposición también de los abyectos y malintencionados.
Si después de la Edad Media, de la Inquisición, de la Revolución Rusa, del nacional-socialismo y de los campos de concentración no hemos comprendido esto, entonces, estimados lectores, no hemos entendido nada.
“Je ne suis pas d’accord avec ce que vous dites, mais je me battrai jusqu’à la mort pour que vous ayez le droit de le dire” –Evelyn Beatrice Hall