Como cada día 5 de febrero se celebró a lo largo y ancho del territorio nacional el Aniversario de la Promulgación de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, ocurrida hace ya 101 años en el hoy conocido como Teatro de la República, ubicado en la ciudad de Queretaro.
A los mexicanos, desde pequeños, nos han infundido un tremendo sentido patriotero con peligrosos tintes de nacionalismo y nos han educado a rendir pleitesía y honores a símbolos y artilugios tales como la bandera, el himno y el escudo nacional y, por supuesto, a la tan celebrada Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Sin siquiera ser capaces de cuestionar las leyes que de ella emanan, nos han enseñado y adoctrinado a creer que la Constitución de 1917 es una de las más completas en su tipo, que su contenido representa los más puros ideales de igualdad y de justicia y que “ya la quisieran” muchos de los países más desarrollados del mundo.
Pero, si la Constitución Mexicana es tan buena, completa y enarbola los más puros ideales a los que una sociedad puede aspirar, ¿por qué México se encuentra sumergido en la mediocridad económica y ocupa los primeros lugares en índices de corrupción e inseguridad? ¿qué hace que sea tan difícil hacer que se respete la ley y se cumplan los preceptos que pretende establecer como bases de la convivencia social?
La respuesta es muy sencilla: la vida en sociedad y las relaciones interpersonales se rigen en base a razonamientos y decisiones económicas individuales y no en base a decretos jurídicos colectivistas bien intencionados.
Quienes redactaron dichas leyes decidieron ignorar abiertamente, ya sea por ignorancia u omisión, la más elemental naturaleza humana y apostaron por un modelo donde el Gobierno juega un papel central de planificación y dirección en la vida económica del país. Las consecuencias de esta temeraria apuesta las vivimos aún hoy en día y se ven reflejadas en un diseño institucional que empodera al burócrata y al político de ocasión a costa de las más elementales libertades ciudadanas.
Los tiempos cambian
No es casualidad que la Constitución Mexicana es la materialización de los ideales que dieron pie al período más incierto y violento de la Historia de México: la Revolución Mexicana.
Durante siete años de dicho proceso, que abarcan desde la caída del régimen de Porfirio Díaz en 1910 hasta la publicación de la Carta Magna en 1917, el país estuvo bajo el yugo de personajes guiados solamente por ambiciones personales que se veían reflejadas en constantes traiciones, asesinatos y emboscadas políticas entre todos los involucrados. En este contexto, y bajo el poder de estos criminales, las leyes que nos rigen hoy en día vieron luz por primera vez.
En cuanto a la temporalidad de las leyes, es evidente que no se puede legislar hoy exactamente igual que como se hacía hace 100 años. El mundo ha cambiado a un ritmo vertiginoso en el último siglo y, más concretamente, en los últimos 30 años; la era digital, las telecomunicaciones, las redes sociales, y transferencias bancarias son cambios que, entre otros, han dado un giro absoluto a las formas en que la vida en sociedad se conduce hoy en día.
No podemos pretender que quienes veían al ferrocarril como símbolo de desarrollo y modernidad sean quienes establezcan el marco legal de quienes vivimos en los tiempos de la nanotecnología y la inteligencia artificial.
Políticamente, de 1917 a la fecha se han demostrado fallidas muchas de las teorías colectivistas que vieron nacer y dieron pie al nacimiento de nuestra Carta Magna. Es un hecho innegable que el socialismo (ideología predominante en la Constitución Mexicana) ha fracasado una y otra vez en cada uno de los países que han pretendido implementarlo, mientras que las políticas que apuestan por el libre mercado y el respeto a las garantías individuales han demostrado ser los antídotos más eficaces contra la pobreza.
Equidad ante la Ley
Por otra parte, uno de los principales “logros” y características definitorias de dicho documento, según la educación oficialista mexicana y quienes la secundan, es el reconocimiento de los derechos sociales y colectivos como eje rector de la vida jurídica del país.
A cien años de su implementación la garantía de estos derechos sigue siendo una asignatura pendiente y una razón más para señalar a la Constitución de 1917 como un documento bien intencionado pero alejado de toda realidad. Basta con ver los resultados del muy aclamado Artículo 3º que garantiza una “educación de calidad, laica y gratuita” pero que tiene a sumergido a México en los últimos lugares en todos los índices destinados a evaluar los estándares educativos a nivel mundial.
Las leyes deben de aspirar a ser concretas, concisas y sencillas de entender para cualquiera, y no un montón de papeles con redacciones confusas que, en la realidad, solo se ven reflejadas en más burocracia y más oportunidades de corrupción para aquellos que desean infringirlas.
Bastaría con garantizar los derechos de Vida, Propiedad y Libertad para garantizar verdaderas condiciones de equidad ante la Ley, en lugar de todo el empoderamiento estatal y centralización de la toma de decisiones que se concede legalmente en torno a las figuras y autoridades políticas a través de la Constitución Mexicana.
Ciento un años y contando de una sobrevalorada Constitución que, lejos de fungir como un eje de desarrollo y fuente de justicia, ha terminado por ser un constante freno a la economía nacional y un escudo y refugio de una clase política repleta de rufianes y saqueadores profesionales a lo largo de su historia.
Van siendo tiempos de apostarle a la sociedad civil mexicana. El cambio que necesitamos no va a venir ni de Mesías políticos, de buenas pero utópicas intenciones, y mucho menos de documentos obsoletos a los ojos de una sociedad cada vez más ávida de libertades individuales y de ciudadanos responsables.
Esperemos que en México pronto tengamos mucho más que celebrar que la Promulgación de un documento en desuso y a todas luces ignorado por la inmensa mayoría de la población a la que pretende gobernar.
Tiempo al tiempo…