El nuevo gobierno mexicano de Andrés Manuel López Obrador decidió, públicamente, ponerse al servicio de los peores regímenes dictatoriales de América Latina.
Esto sucedió hace unos días en la última reunión del llamado Grupo de Lima, creado en agosto de 2017 para mediar en el conflicto venezolano y encontrar cauces de solución.
Hace unos días, el gobierno mexicano de López Obrador se marginó del grupo, del cual fue miembro fundador, y decidió no firmar la declaración en la que se desconoce y se llama ilegítimo al próximo gobierno de Maduro, se le pide no juramentarse este 10 de enero y en cambio, ceder el poder a la Asamblea Nacional, además de trazar diversas medidas diplomáticas.
El gobierno mexicano fue el único de los 14 países miembros que no firmó, y lo hizo mediante un discurso lamentable, hipócrita, llamando al diálogo, pero sin propuestas concretas sobre el mismo; y como si no hubiera habido tentativas en al menos los últimos cinco años, olvidando que los diversos “diálogos” que ha iniciado el gobierno venezolano solo le han servido para ganar tiempo y finalmente burlarse de sus interlocutores. Sirva solo de ejemplo, que las elecciones presidenciales del pasado 20 de mayo fueron convocadas sorpresivamente mientras el chavismo y la oposición dialogaban en República Dominicana.
Triste papel de la diplomacia mexicana, que defendió y recibió a perseguidos y refugiados de conflictos y régimen tiránicos de Alemania, España, Líbano, Chile, Argentina y Guatemala, y que promovió la desnuclearización de América Latina, que condenó las dictaduras en Chile y Nicaragua, y que encabezó los esfuerzos de diálogo en Centroamérica tras las guerras civiles de la región, ahora plegándose al servicio de uno de los peores dictadores de que se tenga memoria en el continente. México pasó así, de su valiente membresía en el Grupo de Lima a una nueva, deshonrosa, en el Foro de São Paulo.
El gobierno mexicano justifica su decisión en las ideas “juaristas” y la llamada Doctrina Estrada de no intervención en los asuntos de otros países, que no fue sino un artilugio del PRI, pura simulación para evitar las miradas externas sobre la anti-democracia mexicana y su violación de los DDHH. “Yo no digo nada sobre tu régimen y tú no dices nada sobre el mío”, era el quid pro quo de dicha ‘doctrina’, que se vendía al mejor postor. Por ello, por ejemplo, durante muchísimos años el régimen priista no aceptó acreditar a observadores internacionales en sus elecciones.
El régimen de López Obrador inició en medios y en redes sociales una intensa campaña de justificación y de ataque a sus críticos por dicha decisión. El nuevo régimen y sus trolls olvidan que declararse contra las violaciones a los derechos individuales por parte de dictaduras, de derecha o de izquierda, no es intervenir en los asuntos internos de un país. Es mostrar respeto y solidaridad para con sus ciudadanos, que sufren. Al respecto, los derechos y las garantías individuales deben estar por encima de cualquier noción de soberanía. El respeto a las personas debe ir por delante que toda consideración a sus gobiernos.
También olvidan que tener problemas internos no nos absuelve de responsabilidades internacionales. No intervención no debiera significar “no ver, no oír, no opinar”. Al interpretarlo así, el gobierno López Obrador incluso incumple la propia Constitución mexicana, la cual establece la promoción y la defensa de los Derechos Humanos y de la democracia como principios rectores de nuestra política exterior.
Si algo deja en claro este episodio de Lopez Obrador y sus seguidores es que los individuos con alma de dictadores no están a favor de las minorías, ni de los débiles ni mucho menos de las víctimas. Solo están a favor de los dictadores, como ellos aspiran a ser.
Ahora bien, ¿cuál es el fondo de la multicitada declaración del Grupo de Lima? El documento se refiere a las elecciones presidenciales venezolanas del pasado 20 de mayo, en las que Maduro fue electo para un nuevo periodo presidencial, con apenas 5.8 millones de votos. Fueron elecciones convocadas ilegalmente, fuera del calendario constitucional, con los principales candidatos de la oposición impedidos por el gobierno de competir, o en la cárcel, con amedrentamiento a votantes para votar por Maduro, con la amenaza de retirarles los apoyos en alimentos, con apoyos sin límite a las clientelas chavistas para votar por Maduro, con una muy baja participación (apenas del 50 por ciento del padrón) ante el descrédito del proceso, sin condiciones para ser unas elecciones limpias y transparentes, sin ser organizadas ni juzgadas imparcialmente, sin observadores internacionales independientes. En la región, solo los gobiernos de El Salvador, Cuba, Nicaragua, Bolivia y Surinam reconocieron dichas elecciones y felicitaron a Maduro por haberlas ganado. La propia ilegitimidad de dichos regímenes prejuzga la legitimidad de lo que defienden.
Al respecto, si elecciones así se hubieran efectuado en México, ¿López Obrador se hubiera abstenido de pedir que las juzgaran, él, que tantas veces pidió la solidaridad internacional frente a los fraudes de los que se decía víctima sistemáticamente?
Pero la Declaración del Grupo de Lima pasa del mero desconocimiento a las acciones concretas, por primera vez en la diplomacia latinoamericana respecto a la crisis venezolana. Así, los 13 países firmantes ofrecen retirar a sus embajadores en Caracas y no reconocer a los embajadores venezolanos si Maduro toma posesión. También se comprometen a no recibir a funcionarios venezolanos e impedirles realizar transacciones financieras y bancarias en sus países. Igualmente, ofrecen trabajar con los organismos financieros internacionales para obstaculizar nuevos préstamos al gobierno venezolano, y pedirle a la Corte Penal Internacional (CPI) que “avance con celeridad” en la investigación por “la comisión de posibles crímenes de lesa humanidad en Venezuela”, por lo cual debería responder Maduro ante ese tribunal.
De esa manera, será la primera vez que los países congregados en el Grupo de Lima salen de la retórica política pura y pasan a los hechos concretos. Pero los países y sus gobiernos poco pueden hacer adicionalmente. La parte sustantiva le corresponde a los propios venezolanos.
¿Qué sigue, en consecuencia? El próximo 10 de Enero, Maduro iniciaría su segundo periodo presidencial (2019-2025), surgido de dichas elecciones. Hasta 48 países han decidido no reconocer el próximo mandato de Maduro.
La dificultad real a la que se enfrenta Maduro por ahora es cómo tomará posesión: la Constitución le ordena hacerlo ante la Asamblea Nacional, organismo que ya declaró, tras un largo procedimiento administrativo, el abandono del cargo de Maduro y, después de los comicios, su nulidad. Adicionalmente, su nuevo presidente acaba de declarar que no le tomarán protesta. La opción, entonces, es que lo haga frente al Tribunal Supremo de Justicia, o peor: ante la espuria Asamblea Constituyente, incurriendo en el incumplimiento de su propia Constitución, en una muy grave anormalidad legal y otra (una más) ilegitimidad de origen. Sería, en los hechos, un gobierno de facto. Una dictadura pues.
Maduro de por sí ya es ilegítimo desde 2013, por las sucias elecciones de ese año y porque el Tribunal Supremo legítimo (en el exilio) lo condenó por corrupción y lo investiga por crímenes contra los Derechos Humanos.
Pero la parte fundamental, el quid de la cuestión, es si la Asamblea Nacional no solo desconoce a Maduro y no le toma protesta, sino si da el paso que todo el mundo espera: asumir el poder. La Asamblea debería asumir su nuevo rol, nombrar a un gobierno de transición, encabezado por el propio presidente de la Asamblea, (previsiblemente el joven diputado Juan Guaidó, del partido Voluntad Popular, liderado por el encarcelado Leopoldo López) por 30 días, y convocar a nuevas elecciones presidenciales en un período no mayor a un mes.
De tal manera, el parlamento asumiría la responsabilidad del Poder Ejecutivo en Venezuela y de las relaciones internacionales de la República. Pero esto no son meras palabras. Así, por ejemplo, podrían verse afectados todos los tratados y contratos internacionales que Venezuela negocie a partir del 10 de enero, pues tendrían que hacerse, si el parlamento asume el rol, a través de la Asamblea Nacional y no a través del Ejecutivo.
Si la Asamblea no asume su nuevo rol seguramente será un duro revés para la comunidad internacional y frustraría cualquier esfuerzo futuro. ¿Lo hará desafiando a un gobierno criminal, cuyos funcionarios son unos delincuentes? Está por verse.
La crisis venezolana entra a sus momentos más críticos. Y la comunidad internacional debiera estar allí, atenta, expectante y dispuesta a intervenir en lo posible, para evitar la violencia y un mayor sufrimiento a la población. Frente a la extrema gravedad de la situación no se vale, no es ético ser ciegos que viendo, no ven, como hacen hoy el gobierno mexicano y López Obrador, que entre las víctimas inocentes y el dictador, prefirieron al dictador.