EnglishHace unos pocos días Rafael Correa, presidente de Ecuador, participó en Guatemala en el llamado Foro de Esquipulas. También asistieron expresidentes de América Latina, algunos de ellos no muy bien recordados por sus erráticas políticas y hasta por casos de corrupción.
Correa, con su estilo altisonante de siempre, propuso implementar un “nuevo modelo económico” que estuviese al servicio de “las grandes mayorías” y, de paso, protegiese el ambiente y los recursos naturales. Los asistentes lo aplaudieron, por supuesto, y la prensa destacó en grandes titulares la propuesta del mandatario. Solo en algunos artículos de opinión se criticaron estas declaraciones, que en general fueron aceptadas como valiosos aportes para el futuro de la región.
Desde hace mucho tiempo se oyen, en todo el mundo, propuestas semejantes: “terceras vías”, “economías al servicio del hombre y no de los mercados” y otras sandeces semejantes que se aderezan por lo regular con críticas a un “neoliberalismo” que más parece un fantasma que una entidad política real.
No hay detrás de estos lemas ninguna teoría económica que tenga un mínimo de consistencia, sino solo la intención de los políticos de mostrar que ellos sí se ocupan de las necesidades del pueblo: no se asumen como socialistas, claro está, por las terribles reminiscencias que tiene hoy este concepto, pero rechazan al crudo capitalismo como “modelo” que beneficia a los ricos, a los banqueros inescrupulosos y las grandes empresas.
No hay detrás de estos lemas ninguna teoría económica que tenga un mínimo de consistencia.
Pero, nos preguntamos, ¿cómo se traduce en la práctica este nuevo modelo económico? y ¿qué significa en términos reales y concretos?
En el caso de Correa se trata más bien de una actitud demagógica que tiene dos vertientes: en lo político, el mandatario ecuatoriano no es más que una especie de dictador, un hombre que ha modificado la Constitución para perpetuarse indefinidamente en el poder y, mediante dádivas y discursos populistas, asegurarse el apoyo de una fracción importante del electorado.
En lo económico, Correa ha mantenido cierto orden en las cuentas fiscales, lo cual ha permitido que el dólar estadounidense siga siendo la moneda del país, mientras ha tratado de aumentar el poder del Estado y controlar desde allí la economía.
No ha adoptado medidas directamente socialistas como en Venezuela, aunque tampoco ha respetado los fundamentos de lo que podemos llamar capitalismo: respeto a la propiedad privada, imperio de la ley, libertad para desarrollar todo tipo de actividades económicas. Una mezcla nada original, por cierto, que de ningún modo puede considerarse como un modelo distinto de desarrollo, pues es más una variante de las políticas que se aplicaban hace 50 años que una innovación.
El caso de Correa se asemeja, en buena medida, al de otros dos países que han abrazado una senda semejante: Nicaragua y Bolivia.
En ambas naciones, aspirantes a la dictadura como lo son Daniel Ortega y Evo Morales, han sabido combinar una demagogia rampante y ciertas medidas populistas con una política económica que mantiene ciertos equilibrios y no desemboca directamente en el socialismo.
Estos dos mandatarios han tenido el tino de no llevar sus países a la bancarrota —al menos todavía— como sí lo han hecho los dos ejemplos nefastos que hoy exhibe nuestra región: Argentina y Venezuela. En estos dos países se ha aplicado a fondo la receta del intervencionismo económico que tanto nos dañó en el siglo pasado y llevó a una crisis generalizada en la región: control estricto de la moneda extranjera, precios fijados arbitrariamente por las autoridades, acoso a la empresa privada y un discurso de permanente confrontación con la oposición.
Los resultados de este viejo “modelo” están a la vista: devaluaciones constantes, inflación, paralización del sistema productivo y, en el caso venezolano –que sí se define como socialista— agudo desabastecimiento y hasta violencia política.
Llamar a las viejas políticas intervencionistas un nuevo modelo es, por lo menos, una muestra de soberbia intelectual.
Llamar a las viejas políticas intervencionistas un nuevo modelo es, por lo menos, una muestra de soberbia intelectual: nada hay de nuevo en eso de tratar de regular y controlar los mercados, en amenazar con expropiaciones, en someter a los consumidores a políticas que crean una falsa situación de prosperidad momentánea, pero que acaban siempre en severas crisis como las que viven hoy Venezuela o la Argentina.
Que en esos países los gobernantes no hayan podido aplicar por entero la vieja receta socialista de la economía centralizada y el control político total no implica que estemos ante un nuevo sistema económico, estable y capaz de llevar al crecimiento.
Significa, solamente, que estamos frente a un híbrido, a una mezcolanza de políticas que resulta por demás ineficaz: ningún país de la Tierra ha salido del estancamiento o la pobreza por esta confusa “tercera vía”, que solo ha traído inflación, mayor escasez y atraso general donde se ha aplicado.
El nuevo modelo que propician hoy algunos gobernantes no es más que la fracasada repetición del que ya, en su tiempo, abandonó la mayoría de la América Latina; los hechos lo confirman.